Ernesto Duarte
La oficina estaba en silencio, salvo por el leve zumbido del aire acondicionado y el crujir del papel bajo mis dedos. Había estado toda la tarde revisando reportes financieros, contratos, informes de producción… Nada fuera de lo habitual, excepto la carga. Últimamente, todo se sentía más pesado.
Levanté la vista cuando escuché la puerta, abrirse sin previo aviso.
Vivian.
Rubia, alta, impecable. Siempre perfectamente vestida como si viniera de una sesión de fotos. Llevaba un vestido rojo ajustado, elegante pero insinuante, y tacones que resonaron como campanas de alerta en el suelo de mármol.
Fruncí el ceño.
—¿Qué haces aquí, Vivian? —pregunté, dejando los documentos sobre la mesa con evidente desdén. No me gustaba mezclar mi vida personal con el trabajo, mucho menos a esta hora.
Ella cerró la puerta con suavidad, apoyando la espalda en ella por un segundo antes de caminar hacia mí con su estilo de siempre… como si diera brinquitos ensayados. De pronto, se inclinó y me pl