La mañana aún era fría cuando Santi extendió el mapa sobre la mesa improvisada. Una vieja tabla de madera servía como base, y encima, líneas hechas con carbón marcaban rutas, escondites y puntos de vigilancia enemigos.
Mateo señaló una cruz dibujada cerca del margen inferior del papel.
—Aquí. Unas antiguas oficinas de transporte. Las usaron como depósito de chatarra durante años, pero hace un mes los Mendoza lo transformaron en un puesto de control. Hay entre seis y ocho tipos, casi siempre armados. Pero no están bien organizados. De noche bajan la guardia.
Santi asintió, pensativo.
—¿Tienen armas?
—Sí. Rifles viejos. Municiones. A veces entran furgones y descargan cajas con herramientas o explosivos. Si logramos entrar y tomarlo, podríamos armar a todos los nuestros.
El silencio que siguió se llenó de tensión. Era la primera misión ofensiva. Ya no se trataba de sobrevivir. Ahora iban a morder.
—Entonces lo tomamos —dijo Santi.
Sarah levantó la cabeza, cruzando la mirada con é