El amanecer filtraba una luz tenue por las rendijas de las paredes de concreto. Aquel refugio improvisado, con sus sombras danzantes y su silencio expectante, se convertía en testigo de las emociones que crecían como raíces entre los escombros. Sofía, sentada sobre un colchón viejo al lado de una pequeña mesa, sostenía entre sus manos una taza de metal con café tibio. No bebía. Solo miraba el vapor perderse, como si allí flotaran sus pensamientos.
Sarah entró con paso tranquilo, con los labios apenas marcados por una sonrisa y la mirada serena, pero observadora. Se detuvo al verla.
—¿Estás bien? —preguntó suavemente, como si no quisiera romper algo frágil en el aire.
Sofía alzó la vista. Sus ojos tenían un brillo distinto, no por el cansancio ni por el miedo, sino por una emoción que ella misma no terminaba de entender… o aceptar.
—No lo sé —respondió con sinceridad, y luego hizo un gesto para que Sarah se sentara.
La joven se acomodó a su lado. Por unos instantes, ambas permanecieron