Iván Mendoza estaba sentado detrás de un escritorio sucio y astillado, en un galpón que había convertido en su nuevo cuartel. El lugar olía a grasa rancia, pólvora y sudor. Varias cajas de municiones abiertas estaban desperdigadas en el suelo, junto con botellas vacías de alcohol y trozos de metal oxidado.
Sus hombres iban y venían, cargando armas, revisando mapas y listas. En un rincón, un par de tipos jugaban a las cartas sobre una tabla improvisada, con rostros ajados por noches interminables de violencia. Todo parecía funcionar, todo estaba bajo control.
Pero el rostro de Iván era una máscara de furia. Sus ojos claros, fríos, se mantenían fijos en un punto invisible sobre la madera del escritorio. Apretaba tanto el puño derecho que sus nudillos se habían puesto blancos, casi traslúcidos.
—Decímelo otra vez —ordenó en voz baja.
Frente a él, de pie y sudoroso, estaba Martín, uno de sus lugartenientes más viejos. Martín tragó saliva y repitió lo que ya había dicho, aunque sabía que a