Sofía estaba sentada en uno de los bancos improvisados del refugio, sosteniendo una taza humeante de agua con unas hierbas que Sarah había preparado. No sabía si calmaba algo realmente, pero le gustaba sentir el calor contra sus manos frías.
Sus ojos estaban fijos en Santi. Él dormía en un colchón al otro lado de la sala, envuelto en mantas raídas, con la cabeza apenas girada hacia el costado. Aun así, incluso dormido, parecía preparado para saltar. Sus manos asomaban de la manta, tensas, como si agarraran algo invisible.
Sofía cerró los ojos un segundo. La imagen de la noche anterior volvió a su mente sin permiso: ese momento en que el tipo con la cicatriz había aparecido tras ella, cuchillo en alto. Había sentido el aliento helado de la muerte en la nuca. Y entonces, como salido de una pesadilla invertida, Santi había irrumpido en escena.
No dudó. Ni un segundo. Se lanzó sobre aquel hombre con la fiereza de un león herido, aunque la fiebre lo estuviera consumiendo desde dentro. La s