La noche aún cubría el bosque como un manto denso y húmedo. Dentro de la cabaña, las luces eran tenues y cálidas. Santi estaba de pie, con la recortada de caño corto entre sus manos, observando el arma con la que una vez Víctor Mendoza se creyó invencible. La misma escopeta que ahora reposaba entre sus dedos, pesada, letal y cargada de una promesa.
—Esta vez no va a morir nadie —dijo con firmeza—. No vamos a perder a nadie más.
Todos lo miraban. En la mesa había mapas, anotaciones, nombres de posibles aliados, rutas de escape y puntos estratégicos. Sarah tenía el ceño fruncido, concentrada. Luna mordía el borde de su uña, pensativa. Sasha acunaba a Alma, que dormía plácidamente en sus brazos. Zarella y Indira escuchaban en silencio, sentadas en un rincón.
Sofía, sin embargo, lo miraba distinto.
Ella ya lo sabía. Desde antes de que Santi lo dijera con palabras, Sofía sabía que había sido él quien mató a Víctor. No se lo confesó nadie. No necesitó pruebas. Lo supo por la forma en que lo