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La mansión Ruslanov parecía un campo de batalla silencioso. No había cuerpos, no había sangre, pero sí miradas tensas, órdenes gritadas por lo bajo y un aire tan espeso que podría haberse cortado con un cuchillo.

Desde la ventana del pasillo superior, veía a los hombres de Viktor reunirse uno por uno en la sala del sótano, bajando como soldados al matadero. La puerta de la oficina estaba custodiada por dos tipos enormes con la mandíbula apretada. Y yo… yo estaba atrapada en una jaula de oro, lejos de ese interrogatorio, “por mi seguridad”.

—¿Seguridad, mis ovarios —murmuré, apoyando la frente contra el frío cristal.

Viktor me había apartado como si fuera de cristal. Como si mi opinión no valiera nada, como si no fuera la que había descubierto a Artem moviéndose como serpiente entre las sombras.

No podía quedarme de brazos cruzados.

Me escabullí por el pasillo como una sombra. Conocía la distribución, conocía las cámaras. Y también conocía al guardia que podía distraerse fácilmente con
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