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Todo en la sala olía a hierro viejo y ambición mal disimulada.

El mármol negro bajo mis tacones resonaba con cada paso que daba, como si el suelo mismo reconociera el peso de lo que estaba a punto de suceder. Iba vestida de blanco, por supuesto. Ironía o provocación, no lo tenía claro. Pero Viktor me había mirado con una mezcla de furia y orgullo cuando crucé el umbral con el cuello erguido, los labios pintados de rojo y la espalda desnuda bajo la seda ajustada.

"Pareces una maldita ofrenda," murmuró entre dientes.

"Tal vez lo sea," respondí, sin mirar atrás.

La sala del juicio era circular, tallada en piedra, sin ventanas. Como una tumba glorificada. Las columnas estaban cubiertas por símbolos antiguos de la Bratva y los ojos de los capos me siguieron mientras caminaba junto a Viktor hacia el centro, donde se levantaba la mesa de los jueces: cinco hombres con rostros de ceniza y miradas como cuchillos afilados.

Todos estaban allí. Los clanes más viejos, los más sangrientos, los más e
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