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Dicen que los hombres como yo no sufren.

Que somos hechos de piedra, de pólvora y de promesas rotas.

Que nada puede quebrarnos.

Mentira.

El corazón de un demonio también se parte… solo que hace más ruido.

Y el mío estalló la primera vez que la vi caer.

Ariadne.

Mi esposa por contrato. Mi perdición. Mi redención.

Y ahora…

Una muñeca dormida en una cama fría, conectada a más cables que los que debería soportar un cuerpo humano.

El cuarto olía a desinfectante, a silencio… y a muerte lenta.

—¡Despierta! —rugí, lanzando el escritorio contra la pared. El sonido del impacto fue como un disparo. Nadie se atrevió a detenerme.

El consejo de los ancianos estaba afuera, murmurando fórmulas y profecías antiguas. Yo solo escuchaba el latido irregular de esa máquina.

Pip…

Pip…

Pip…

Cada pitido era una burla.

Cada segundo sin su voz, una tortura.

—¡Si no despierta, los mato a todos! —advertí sin pensar. O quizás pensándolo demasiado. Y lo peor… es que no mentía.

Ella me salvó. Se entregó al fueg
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