Desperté con el hueco frío a mi lado. No es que esperara encontrar su brazo rodeando mi cintura, ni su respiración acariciándome la nuca, pero una parte de mí —esa parte idiota que todavía creía en finales felices— lo había deseado. Solo un poco. Solo esta vez.
Me senté en la cama, envuelta en una sábana que aún olía a su piel. A madera quemada, a menta oscura y promesas rotas. La habitación estaba en silencio, pero no el tipo de silencio reconfortante, sino uno denso. Un silencio que pesaba como un secreto que nadie quiere decir en voz alta.
La noche anterior seguía latiendo en mi memoria. Su pecho cálido contra mi espalda. Sus palabras, tan inesperadas como necesarias. Y sin embargo, ahora… vacío.
Salí de la cama, todavía con el cuerpo alerta, todavía con el corazón sin decidir si debía acelerarse por lo que habíamos compartido o por lo que venía después. Me puse una bata de seda —una que no era mía, obviamente— y caminé descalza por el pasillo de la villa, ignorando las miradas de