La villa olía a sangre seca, pólvora, y algo peor: silencio.
Ese tipo de silencio que se instala como una lápida sobre los hombros, que pesa más que cualquier grito, porque guarda todo lo que se perdió… y todo lo que aún puede perderse.
Entramos por el ala oeste, donde las paredes seguían intactas, aunque las ventanas parecían mirarnos como ojos testigos de una masacre reciente.
Mi costado dolía con cada respiración, pero el dolor era útil. Me mantenía despierta. Humana. Presente.
Viktor no hablaba. Solo me sostenía de la mano, como si no confiará en su propio aliento.
Éramos dos cuerpos rotos fingiendo que aún podíamos encajar en esta historia.
—¿Estás segura de que quieres entrar así? —me preguntó, la voz ronca, la mandíbula tensa.
—¿Y cómo, si no? —le respondí sin mirar atrás—. Ya nada puede ocultarse.
Mentira.
Todo aún podía derrumbarse.
Fuimos directo a su despacho. El único sitio donde las paredes no tenían ojos ni oídos. Allí donde todo comenzó.
Viktor me dejó sola por unos min