Dicen que después de una tormenta, viene la calma.
Mentira.
Después del baile, solo quedó la resaca de una verdad que no pedí, la quemadura de unas manos que aún sentía en mi piel, y la certeza de que todo, absolutamente todo, se estaba yendo al infierno con los tacones puestos.
Quise volver a la normalidad. A la rutina fría de una esposa por contrato que desayuna en silencio, ignora las miradas de los guardaespaldas y finge que su corazón no late más fuerte cada vez que Viktor entra en una habitación.
Pero normalidad no existe cuando el hombre que duerme (o finge dormir) en la habitación contigua te ofrece una salida… y tú no la tomas.
—Señora Morozov, ¿va a salir esta mañana? —preguntó Lena, una de las pocas asistentes que no me miraba como si fuera una bomba de tiempo.
—Sí. Necesito aire. Y cordura. ¿Eso también se compra con dinero sucio?
Ella parpadeó, acostumbrada ya a mis respuestas a medio camino entre sarcasmo y autodefensa. Yo, sin embargo, ya estaba de pie, con gafas osc