El aire estaba cargado de un perfume que olía a poder, a cuero caro y a promesas que nadie cumpliría. El salón estaba engalanado como un palacio de cuentos, con candelabros que lanzaban destellos dorados sobre rostros que guardaban secretos como armas ocultas. Era el baile anual de la familia, y yo, en medio de todo ese lujo peligroso, me sentía más prisionera que reina.
—No voy a ir —le dije a Viktor mientras me ajustaba el vestido de seda que me habían impuesto para la ocasión. Su mirada, intensa y casi desesperada, se clavó en la mía.
—Ariadne, por favor —rogó, con la voz tan baja que casi parecía un suspiro—. Mi padre no entiende de razones. Si no vas, pondrá tu seguridad en juego.
No pude evitar el sarcasmo que se coló en mis palabras, un escudo contra el miedo que me atenazaba el pecho.
—¿Y qué pasa si ir al baile significa convertirme en su pieza? ¿O peor, en su blanco?
Viktor avanzó, rozando mis labios con la promesa de un beso que no llegó.
—No puedo permitir que te pase nada