El jardín ya no parecía un lugar seguro.
No después del último ataque. No después de ver cómo los hombres de Viktor se desplegaban por toda la propiedad con armas bajo el abrigo y ojos demasiado entrenados para un simple baile de sociedad. Y aunque la mansión seguía oliendo a rosas blancas, ahora también olía a pólvora y a miedo.
—¿Desde cuándo un jardín necesita francotiradores? —murmuré para mí, acariciando con los dedos la hoja de una peonía. El tacto era suave… demasiado suave para el temblor que me recorría los huesos.
Las cámaras habían sido duplicadas, los guardias triplicados. Y yo… yo seguía siendo la misma mujer que entró por esas puertas jurando mantener el corazón frío y el alma intacta. Qué maldita ironía.
—No deberías estar sola.
La voz me hizo girar con un pequeño sobresalto.
Roman.
Roman, con su mirada glacial, esa expresión que nunca cambiaba y el traje tan perfectamente entallado que parecía una segunda piel. Si alguien podía arrancarte la vida sin desordenarse la co