Ella era humana. Él, una bestia sedienta. Cuando Valentina se pierde en la carretera durante una noche tormentosa, lo último que esperaba escuchar era un aullido cortando el cielo. Y lo último que imaginó fue encontrarse con su mirada — ojos plateados, salvajes, hambrientos. Alek no era un hombre. Era el Alfa. Un hombre lobo marcado por la sangre y el instinto. Y en el instante en que percibió su aroma, supo que jamás la dejaría escapar. Secuestrada y llevada al corazón del bosque, Valentina intenta resistirse al deseo prohibido que arde cada vez que Alek la toca, la provoca, la desafía. Ella lo odia. Lo desea. Y cuanto más dice "no", más su cuerpo grita "sí". Entre gemidos ahogados, órdenes susurradas y noches en que el miedo se mezcla con el placer, Valentina deberá elegir: aferrarse a su libertad… o rendirse al monstruo que hace temblar su corazón. “Él era mi secuestrador, mi pesadilla… y el mejor polvo de mi vida.” Advertencia: Esta es una novela dark erótica que contiene temas sensibles y prácticas BDSM.
Ler maisLa tormenta se acercaba.
Podía oler la lluvia en el aire, espesa y eléctrica, mezclada con el sal del mar que venía desde la playa, oculta tras la vegetación baja que bordeaba la carretera. Dentro del coche, el perfume amaderado de Nathan, que antes me hacía estremecer, ahora me asfixiaba. Todo me incomodaba. El ambiente, el sonido amortiguado de las olas rompiendo a lo lejos, la música baja en la radio intentando cubrir nuestras miserias. —¡Eres patética, Valentina! —su voz estalló dentro del vehículo, tan violenta como el cielo que empezaba a desmoronarse. Mis ojos no se apartaron de la ventana. Vi los primeros relámpagos rasgar el horizonte, iluminando las nubes cargadas. La carretera junto al mar estaba desierta, una cinta de asfalto torcida y olvidada, con piedras sueltas y la humedad empañando los cristales. El pueblo más cercano quedaba, al menos, a cuarenta minutos. Cuarenta minutos. Cuarenta minutos encerrada con él. —Solo dije que no quería —respondí, con la voz baja, ronca y firme. Era nuestra tercera pelea de la noche. La tercera en menos de dos horas.— ¿Por qué todo tiene que convertirse en un drama, Nathan? Él se rió. Esa risa seca, burlona, que me daban ganas de gritar. —¡Porque eres una frígida, Valentina! —escupió, golpeando el volante con la palma abierta. El coche se sacudió levemente.— Te niegas a follar conmigo en la casa de mi padre y aún quieres hacerte la santa. ¿Quién carajos te crees, eh? ¿Quién? Respiré hondo, apretando los dedos contra mis muslos. No era nuevo. Nathan venía cayendo desde hacía meses… y yo, cayendo con él, tragando las culpas de un amor que ya no existía y las sobras de una historia que se había podrido. No respondía porque estaba agotada. Cansada de esa relación enferma, de ese hombre al que un día juré amar y que ahora solo me provocaba asco. La radio empezó a chisporrotear por la interferencia de la tormenta. “…atención, habitantes de la zona costera… vientos de hasta 100 km/h…” Nathan resopló con fuerza y apagó la radio de un golpe. —¿Sabes qué? Que te jodan, Valentina —escupió, girando bruscamente el volante y deteniendo el coche en el arcén. Las ruedas patinaron sobre la arena húmeda, levantando piedras a los lados. Sentí el pecho oprimido. —¿Qué m****a haces? ¿Te volviste loco? Salió del coche, rodeó el capó con pasos pesados y furiosos, abrió mi puerta de golpe y me miró. Pero ya no era rabia lo que vi en sus ojos. Era odio. Unos ojos marrones que antes me hicieron temblar… ahora vacíos, sin luz, llenos de rencor. La lluvia empezó a caer de verdad. Densa, helada. En cuestión de segundos, me caló hasta los huesos. —Fuera. Baja de este maldito coche. Consíguete a alguien que te aguante, porque yo me harté. Me harté de ti, de tu voz, de tu pose de virgen. Lárgate al infierno, Valentina. El viento sopló con fuerza, lanzando mi cabello mojado sobre el rostro. Todavía intentaba entender si aquello era una amenaza real o solo otro de sus teatros. —¡Nathan, para! —grité, la voz temblorosa. Pero él ya estaba de vuelta al asiento, cerrando la puerta de un portazo. Di un paso hacia adelante, con la mano extendida. —¡No me hagas esto! ¡No así! Me miró a través del cristal, con una expresión vacía, cruel. Y con una última sonrisa torcida, soltó: —Arréglatelas sola, princesita. El coche aceleró, levantando agua y arena, las luces rojas desapareciendo en la curva, como si nunca hubieran estado allí. Me quedé. Sola. A un lado de aquella carretera olvidada, con la tormenta rugiendo y el mar aullando al fondo. El olor a sal y tierra mojada llenándolo todo. El agua resbalando por mi pelo, pegando la ropa a mi piel. Y el miedo… el miedo rozando mi cuerpo como una cuchilla helada. Fue en ese momento que lo supe. Estaba sola. De verdad. Y cuando el siguiente relámpago rasgó el cielo, iluminando fugazmente la curva al final de la carretera, juro que vi una sombra. Una silueta que no debería estar allí. Pero cuando parpadeé… nada. Solo el sonido de la tormenta y el eco de la voz de Nathan en mi cabeza. Ahí, bajo un cielo furioso, abandonada en mitad de la noche, supe que lo peor aún estaba por venir.El beso entre nosotros había cambiado por completo el aire en la habitación. La chimenea crepitaba al fondo, pero el verdadero calor venía de él. Del roce de sus manos firmes contra mi piel, de la forma en que su cuerpo me presionaba, como si quisiera marcar su presencia en cada maldito centímetro de mí.Sus dedos se deslizaron por el lateral de mi muslo, subiendo despacio, haciendo que la camisa blanca que llevaba se levantara poco a poco. La yema de sus dedos estaba caliente, posesiva… y aunque no dijera una sola palabra, su tacto hablaba. Mandaba. Ordenaba.Sin previo aviso, rompió el beso y me miró. Sus ojos oscuros, casi negros, brillaban con algo salvaje. Una hambre cruda que me erizó la piel. Era un depredador a punto de hundirme los dientes.— Levanta los brazos —ordenó con una voz grave, baja, como una caricia sucia, de esas que se te quedan pegadas al alma.Obedecí sin pensar. El deseo y la adrenalina me hacían reaccionar antes que la razón. Él tiró de la camisa despacio, sa
La tormenta seguía desatando su furia allá afuera, como si el mundo se estuviera cayendo a pedazos. El viento golpeaba los árboles con fuerza y la lluvia azotaba los vidrios de madera sin descanso. La cabaña crujía levemente con cada ráfaga, como si respirara junto a la tormenta. Podía escuchar las ramas golpeando contra el techo, como dedos huesudos queriendo colarse.Sentada en un viejo sofá de cuero, abrazando mis propios brazos, mi cuerpo seguía helado. La toalla gruesa que él me había dado antes apenas había logrado disminuir un poco el frío, pero mi piel húmeda seguía erizándose con cada corriente de aire que se colaba por alguna rendija.Era imposible no pensar en él. En ese imbécil. Mi novio. Bueno… ex. O algo entre medio. Esa clase de relación colgada de un hilo, donde sabes que deberías cortar de una vez, pero no lo haces por miedo a quedarte sola. Recordé su cara cínica, esos ojos que sonreían aunque el resto del cuerpo no lo acompañara… todo me vino de golpe, con una inten
La lluvia no daba tregua.Las gotas gruesas azotaban mi piel como diminutos fragmentos de vidrio, y cada ráfaga de viento arrancaba quejidos de las ramas retorcidas a mi alrededor. Mis pies se hundían en el lodo del camino angosto mientras intentaba avanzar en cualquier dirección, la que fuera, con tal de alejarme de ese lugar.El cabello empapado se me pegaba al rostro, y la tela liviana del pareo no servía de nada, más que para pesar sobre mis hombros. El bikini adherido al cuerpo era una incomodidad fría, mientras el mar a lo lejos rugía como una bestia hambrienta.Estaba sola. Abandonada. En medio de una tormenta.—Hijo de puta… —murmuré, aunque mi voz se perdió entre el estruendo de la tempestad.El miedo era una presencia tangible. Un nudo en el estómago, una presión en el pecho. Y junto a eso, la rabia. Tanta, que mis manos temblaban y mis dientes rechinaban de indignación y desesperación.Entonces, aparecieron las luces.A lo lejos, un par de faros cortó la cortina de agua, ac
La tormenta se acercaba.Podía oler la lluvia en el aire, espesa y eléctrica, mezclada con el sal del mar que venía desde la playa, oculta tras la vegetación baja que bordeaba la carretera. Dentro del coche, el perfume amaderado de Nathan, que antes me hacía estremecer, ahora me asfixiaba. Todo me incomodaba. El ambiente, el sonido amortiguado de las olas rompiendo a lo lejos, la música baja en la radio intentando cubrir nuestras miserias.—¡Eres patética, Valentina! —su voz estalló dentro del vehículo, tan violenta como el cielo que empezaba a desmoronarse.Mis ojos no se apartaron de la ventana. Vi los primeros relámpagos rasgar el horizonte, iluminando las nubes cargadas. La carretera junto al mar estaba desierta, una cinta de asfalto torcida y olvidada, con piedras sueltas y la humedad empañando los cristales. El pueblo más cercano quedaba, al menos, a cuarenta minutos.Cuarenta minutos.Cuarenta minutos encerrada con él.—Solo dije que no quería —respondí, con la voz baja, ronca
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