Mi salvador

La lluvia no daba tregua.

Las gotas gruesas azotaban mi piel como diminutos fragmentos de vidrio, y cada ráfaga de viento arrancaba quejidos de las ramas retorcidas a mi alrededor. Mis pies se hundían en el lodo del camino angosto mientras intentaba avanzar en cualquier dirección, la que fuera, con tal de alejarme de ese lugar.

El cabello empapado se me pegaba al rostro, y la tela liviana del pareo no servía de nada, más que para pesar sobre mis hombros. El bikini adherido al cuerpo era una incomodidad fría, mientras el mar a lo lejos rugía como una bestia hambrienta.

Estaba sola. Abandonada. En medio de una tormenta.

—Hijo de puta… —murmuré, aunque mi voz se perdió entre el estruendo de la tempestad.

El miedo era una presencia tangible. Un nudo en el estómago, una presión en el pecho. Y junto a eso, la rabia. Tanta, que mis manos temblaban y mis dientes rechinaban de indignación y desesperación.

Entonces, aparecieron las luces.

A lo lejos, un par de faros cortó la cortina de agua, acercándose por el camino de grava. Entrecerré los ojos para intentar distinguir mejor, con el corazón disparado.

Alguien.

Tropecé sobre mis propios pies mientras levantaba el brazo, agitando la mano con desesperación.

—¡Hey! ¡Aquí! —grité, pero la tormenta devoró mi voz.

El vehículo se detuvo a unos metros de mí, los faros iluminando mi figura miserable: empapada, descalza, el cabello pegado al rostro y la piel erizada de frío.

La puerta del conductor se abrió.

Y fue entonces cuando lo vi por primera vez.

Alto. De hombros anchos bajo una camisa negra, pegada al cuerpo mojado por la lluvia. Las botas pesadas hundiéndose en el barro a cada paso. Su rostro —de facciones marcadas, mandíbula firme, barba de unos días y cabello oscuro, revuelto por la tormenta— era sombrío, salvaje… y demasiado fuera de lugar para ese sitio perdido.

Pero lo que me dejó sin aire fueron sus ojos.

Azules. Casi plateados. Como el cielo justo antes de desatarse la tormenta.

Se detuvo a un par de pasos de mí, observándome con una expresión que no supe descifrar. Y en esa mirada… en ese instante… vi algo. No era solo preocupación. Había algo más. Algo crudo, un deseo primitivo y brutal que me hizo estremecer sin entender por qué.

Cuando habló, su voz era grave, ronca, casi una caricia indecente en medio del caos.

—¿Estás bien?

Tenía la garganta seca. Intenté decir algo, pero solo logré asentir.

Él respiró hondo, su mirada descendiendo sin pudor sobre mi cuerpo empapado, las prendas íntimas visibles bajo la tela mojada.

No dijo nada. Solo se quitó la chaqueta y me la extendió.

—Ven. Sube al coche antes de que mueras de hipotermia.

Por alguna razón, dudé. Todo en mi interior gritaba que no confiara en extraños, mucho menos en un escenario que parecía sacado de una película de terror. Pero la alternativa era quedarme allí… y morir.

Me acerqué despacio, tomando la chaqueta gruesa y cálida, envolviéndome en ella mientras él abría la puerta del pasajero.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, con voz baja.

—Valentina —contesté, jadeando.

Él asintió una sola vez.

—Sube, Valentina.

Le hice caso.

El interior del coche olía a cuero, a madera quemada y a algún aroma amaderado que me erizó la piel. Rodeó el vehículo y se metió también, cerrando la puerta con fuerza. Pasaron unos segundos en silencio, solo el golpeteo sordo de la lluvia contra los cristales.

Encendió el motor y maniobró hacia un camino secundario que ni sabía que existía.

Entonces volvió a hablar.

—¿Qué hace una mujer como tú, sola, en medio de una tormenta, vestida así? —Su tono tenía una pizca de burla, pero sin malicia. Como si en verdad quisiera saber.

Apreté la chaqueta contra mí.

—Es una larga historia —murmuré.

—Tengo tiempo.

Lo miré de reojo, su perfil recortado por el brillo ocasional de los relámpagos. Fuerte, atractivo de ese modo peligroso. Una cicatriz leve marcaba su mandíbula y sus dedos grandes apretaban el volante con fuerza.

—Tuve una pelea con mi… exnovio. Me dejó tirada en la carretera.

Un músculo se tensó en su mandíbula. Y otra vez, esa mirada… ese brillo depredador.

—Cobarde.

Sonreí apenas, amarga.

—No tienes idea.

Se quedó callado, pero el ambiente dentro del coche era espeso, como si algo estuviera por suceder. Invisible, pero palpable. La forma en que me miraba entre curva y curva, el aroma a madera y cuero llenando el espacio cerrado, afectándome de un modo que no quería reconocer.

—¿A dónde vamos? —pregunté.

—A mi cabaña —respondió—. Está en medio del bosque. Es un lugar seguro. Puedes esperar a que pase la tormenta ahí.

Tragué saliva.

—No debería confiar en extraños.

Él sonrió, de lado. Una sonrisa peligrosa, que no alcanzaba sus ojos.

—Yo tampoco. Y sin embargo, aquí estamos.

No dije nada. Seguía ese duelo en mi pecho, entre el miedo y la curiosidad. Y esa mirada… maldita mirada que seguía quemando mi piel incluso cuando no lo miraba de vuelta.

Unos minutos después, nos internamos por un sendero cubierto de árboles espesos, el ruido de la tormenta amortiguado por las copas.

Cuando detuvo el coche frente a una construcción rústica de madera, me di cuenta de que mis dedos temblaban. Bajó, rodeó el vehículo y abrió mi puerta.

—Vamos.

Dudé un segundo, hasta que una ráfaga de viento me empujó a decidir.

La cabaña era pequeña, pero acogedora. Olía a madera, humo y algo almizclado que flotaba en el aire. Encendió la chimenea y las llamas comenzaron a lanzar destellos anaranjados en las paredes.

Le devolví la chaqueta, pero antes de soltarla, su mano rozó la mía.

Fría. Grande. Firme.

Y otra vez, esa mirada.

—Sécate. Te vas a enfermar así —dijo, con la voz áspera, antes de alejarse.

Mientras intentaba controlar la respiración, supe que algo no cuadraba. Un hombre como ese, en ese bosque, solo, en medio de una tormenta, sin mostrar un atisbo de miedo.

Y esa mirada. Esa maldita mirada que prometía el infierno.

Pero en ese instante… preferí no pensar.

Porque, de algún modo, era mejor estar ahí —con él— que sola en medio de la tormenta.

Y todavía no lo sabía, pero eso… apenas era el comienzo.

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