La puerta del hospital se abrió con un chasquido frío de metal y vidrio. El aire acondicionado me golpeó como un puñetazo helado en la cara, pero ni siquiera parpadeé. Mis pasos resonaban débiles por los pasillos demasiado blancos, demasiado limpios, como si ese lugar hubiera sido diseñado para borrar cualquier rastro de sangre, desesperación o recuerdo. Pero no funcionaba. La imagen de Gabriel, cubierto de heridas, siendo llevado en la camilla, seguía pegada a mi retina como una película que no se puede pausar.
Caminaba como quien flota. Mis pies parecían no tocar el suelo, y cada paso era automático, guiado por la necesidad de estar allí, aunque no supiera qué hacer al llegar. Las miradas de las enfermeras, recepcionistas, guardias... todos me atravesaban, pero nadie decía nada. Como si sintieran lo que yo llevaba dentro: el shock, el miedo y el peso de una verdad que aún intentaba negarme a aceptar.
En el mostrador, la recepcionista me miró con atención.
— ¿Eres la acompañante del