La tormenta se acercaba.Podía oler la lluvia en el aire, espesa y eléctrica, mezclada con el sal del mar que venía desde la playa, oculta tras la vegetación baja que bordeaba la carretera. Dentro del coche, el perfume amaderado de Nathan, que antes me hacía estremecer, ahora me asfixiaba. Todo me incomodaba. El ambiente, el sonido amortiguado de las olas rompiendo a lo lejos, la música baja en la radio intentando cubrir nuestras miserias.—¡Eres patética, Valentina! —su voz estalló dentro del vehículo, tan violenta como el cielo que empezaba a desmoronarse.Mis ojos no se apartaron de la ventana. Vi los primeros relámpagos rasgar el horizonte, iluminando las nubes cargadas. La carretera junto al mar estaba desierta, una cinta de asfalto torcida y olvidada, con piedras sueltas y la humedad empañando los cristales. El pueblo más cercano quedaba, al menos, a cuarenta minutos.Cuarenta minutos.Cuarenta minutos encerrada con él.—Solo dije que no quería —respondí, con la voz baja, ronca
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