La llovizna que resbalaba por el cuello de mi abrigo ya no alcanzaba para justificar el escalofrío que me recorría la espalda. Apenas doblé la esquina y vi mi casa a lo lejos, supe — antes de ver cualquier cosa — que algo andaba mal. El cielo parecía más oscuro justo ahí, como si la tormenta se cerniera solo sobre mi techo.
Y entonces lo vi.
Gabriel estaba sentado en las escaleras de la entrada, encorvado como si todo el peso del mundo se le hubiera caído encima. Mi corazón se me aceleró, un golpe seco en el pecho. Su ropa estaba manchada de sangre, el rostro hinchado y deformado por los golpes. Uno de sus ojos estaba tan inflamado que apenas se abría. Su labio inferior estaba partido, goteando sangre fresca sobre el concreto. Los puños… Dios, sus puños estaban llenos de cortes y piel viva. Y había sangre, mucha sangre. ¿Era suya o de alguien más? No lo sabía, y eso me aterraba.
— ¡Gabriel! — corrí hacia él, hundiendo los pasos en el césped mojado. — ¿Qué pasó?
Él levantó la cara lent