La puerta chirrió al abrirse, y fui recibida por la oscuridad densa de mi sala. Las cortinas gruesas cubrían las ventanas, bloqueando la luz pálida que el cielo intentaba forzar a través de las nubes cargadas de lluvia. El olor a encierro me golpeó junto con la humedad del ambiente. Solté un suspiro, dejé el bolso sobre el sofá y pasé la mano por mi cabello, aún húmedo de hace unas horas.
Encendí la luz y, en ese instante, escuché el suave sonido de patitas corriendo sobre el piso de madera. El corazón se me apretó al ver a Oliver acercándose — su pequeño cuerpo cubierto de un pelaje negro como terciopelo, y esos ojos verdes que brillaban en la penumbra como dos piedritas de jade en medio de la oscuridad.
— Hola, mi amor… — susurré, agachándome para cargarlo. Se acurrucó en mi cuello, ronroneando bajito, y ese sonido suave en el silencio de la casa me hizo cerrar los ojos por un momento. — Perdóname, ¿sí? Mamá te dejó solito…
Hundió la cabeza en la curva de mi cuello y maulló como que