Mundo ficciónIniciar sesiónViktor seguía fuera del pasillo, la mano tatuada apretando el pomo con fuerza. Esa pregunta —esa maldita pregunta sobre matarla— se le había clavado como una astilla. Nadie le hablaba así. Nadie.
Pero en lugar de volver a entrar y romperla contra la pared como merecía, siguió caminando hacia su despacho. Necesitaba vodka. Necesitaba distancia. Porque por un segundo… solo un segundo… había dudado. Arriba, Sofía se quedó hecha un ovillo en la cama, la bata abierta, el cuerpo temblando de frío y de rabia contenida. El portazo aún vibraba en sus oídos. “Buena chica”, había dicho él. Como si fuera un perro al que premiar con una caricia cruel. Se levantó despacio, las piernas flacas temblando, los muslos flácidos rozándose con cada paso torpe. Caminó hasta el baño adjunto, encendió la luz tenue y se enfrentó al espejo grande. Y se miró. De verdad. El rostro que la devolvió la mirada no era el monstruo que Viktor pintaba cada vez que la tocaba. Los ojos grandes color miel, hinchados pero intensos. La boca carnosa, aunque mordida y hinchada. La nariz… pequeña y fina, delicada, casi aristocrática entre tanto caos corporal. Y ahí, justo sobre el labio superior del lado derecho, un lunar chiquito que nunca había notado antes. Pequeño, redondo, perfecto. Como un secreto coqueto que la vida le había escondido hasta ahora. Parpadeó. Tocó el lunar con la punta del dedo. ¿Siempre había estado ahí? ¿O el dolor la hacía ver cosas nuevas, detalles bonitos en medio de tanta fealdad? Por un instante —solo un instante— pensó que quizás su cara no era tan horrible. Que si su cuerpo era un desastre cuadrado con rollitos y muslos que se rozaban, al menos sus facciones tenían algo… algo que alguien podría mirar con deseo real. Pero el pensamiento se apagó rápido. ¿Para qué una cara bonita si el resto daba asco? Viktor no la miraba a los ojos cuando la tomaba. Solo al cuerpo que odiaba y usaba. Se apartó del espejo con rabia, apagó la luz y volvió a la cama. Se sentó en el borde, abrazándose las rodillas, sintiendo cómo el trago amargo seguía bajando. Minutos después —o quizás horas, el tiempo era borroso en esa cárcel—, la puerta se abrió de nuevo. Viktor entró sin golpear, esta vez con una botella de vodka medio vacía y una expresión más oscura que antes. El alcohol le había devuelto el control… o eso creía. —Todavía despierta —dijo, cerrando la puerta con el pie—. Bien. Así aprendes la lección completa. Sofía se tensó, cerrando la bata. Él se acercó lento, oliendo a vodka y peligro. —Ya firmaste tu vida, gordita —susurró, sentándose al borde de la cama—. Recuerda el contrato. Eres mía. Cada centímetro feo. Cada lágrima. Cada vez que te miro y siento asco… eres mía igual. Ella levantó la mirada, los ojos brillando con lágrimas contenidas. —¿Por qué volviste? —preguntó bajito—. ¿Para recordarme lo que ya sé? Viktor sonrió sin humor, tomando su barbilla con la mano tatuada. Su pulgar rozó sin querer el lunar sobre el labio, como si lo notara por primera vez. —Volví porque puedo. Porque eres mía para romper cuando quiera. Y porque esa pregunta tuya… me molestó. Apretó más fuerte. —Menciona otra vez matarte y lo hago real. Pero lento. Para que sufras. Sofía tragó saliva, el odio y la impotencia quemando por dentro. —¿Eso es todo lo que soy para ti? —susurró—. ¿Un juguete que te da asco? Viktor soltó su barbilla, pero se quedó cerca, sus ojos grises clavados en los de ella… y por primera vez bajando al lunar coqueto. —Por ahora… sí. Pero quién sabe, gordita. Quizás algún día te acostumbres a tragar… o quizás yo me acostumbre a ti. Se levantó, dio un último trago a la botella y salió, esta vez sin portazo. Solo un clic suave. Sofía se quedó mirando el vacío, tocándose el lunar con la punta del dedo. “Algún día”, pensó, “te haré tragar a ti”. Pero por ahora… solo podía llorar en silencio. —¿Y si no me acostumbro nunca, Viktor? —murmuró para la habitación vacía—. ¿Qué harás entonces? Más tarde ese día, el hambre llegó de golpe, traicionero, recordándole que era humana. El estómago rugió fuerte en la quietud de la noche. No había comido desde el desayuno forzado del día anterior, y la gala solo había tenido canapés que no tocó por vergüenza. Se levantó otra vez, se anudó la bata con fuerza y abrió la puerta despacito. El pasillo estaba vacío, luces tenues. Bajó las escaleras descalza, los muslos rozándose más por el frío, el corazón latiendo como loco. Nadie la detuvo; los guardas la miraron pero no dijeron nada. En la cocina enorme, dos sirvientas limpiaban en silencio. Al verla entrar, se quedaron quietas. Una indiferencia helada, la otra con un brillo de compasión rápida que escondió al instante. —No pueden hablar conmigo, ¿verdad? —preguntó Sofía bajito. La mayor negó con la cabeza, pero señaló la nevera gigante con un gesto: “sírvete, pero no hagas ruido”. Sofía abrió la puerta y se quedó boquiabierta. La nevera llena de comida exótica que nunca había visto: caviar negro en tarros de cristal, frutas tropicales brillantes, carnes ahumadas, quesos franceses, y en el estante de abajo… postres. Tartas perfectas, con capas de crema y frutas rojas relucientes. Olían a vainilla y azúcar, a lujo prohibido. Por un momento olvidó todo. Olvidó a Viktor, la gala, el contrato. Era como cuando de niña robaba dulces en la tienda del barrio. Agarró un pedazo de tarta de frambuesa con las manos temblorosas, se sentó en un taburete alto y dio la primera mordida. El sabor explotó en su boca: dulce, ácido, cremoso. Cerró los ojos y gimió bajito de puro placer. Por un segundo fue libre. —¿Qué m****a haces? La voz de Viktor retumbó como un trueno. Estaba en la puerta, camisa abierta, ojos grises brillando de furia y diversión cruel. Sofía se atragantó, la tarta cayendo de sus dedos. Crema manchando la bata, frambuesas rodando por el suelo. —Esa tarta era para mañana —dijo él, acercándose lento, la telaraña tatuada apretada en puño—. Importada de París. Para una reunión importante. Y tú… tú vienes aquí como una ladrona gordita a ensuciarte como cerda. Las sirvientas desaparecieron en silencio. Sofía intentó levantarse, roja de vergüenza, crema en la comisura de la boca justo al lado del lunar. —Yo… tenía hambre… nadie me trajo cena… Viktor soltó una carcajada cruel, limpiándole la crema del labio con el pulgar y metiéndoselo en la boca a ella después, obligándola a chupar. —Hambre. Claro. Porque las gorditas como tú siempre tienen hambre, ¿no? Mira cómo te pusiste… parece que te corriste en la boca. Se acercó más, atrapándola contra la encimera fría. —Y sin permiso para salir de la habitación. Dos errores en una noche. Mañana… mañana vas a aprender lo que pasa cuando tocas lo que no es tuyo. La tomó del brazo fuerte, arrastrándola escaleras arriba. Sofía tropezó, lágrimas nuevas picando. —¿Qué vas a hacerme? —susurró. Viktor sonrió en la oscuridad del pasillo, abriendo la puerta de su habitación. —Algo que te hará rogar por una simple tarta, gordita. Algo que recordarás cada vez que sientas hambre. La empujó dentro y cerró con llave desde afuera. Sofía se quedó sola otra vez, el sabor dulce todavía en la boca… pero ahora sabía amargo. —¿Y si tengo hambre de algo más que comida, Viktor? —murmuró contra la puerta, voz quebrada—. ¿Qué harás entonces?






