Mundo ficciónIniciar sesiónViktor se quedó mirando la puerta cerrada, el vaso de vodka olvidado en la mano. Por un segundo —solo un segundo— sintió algo parecido a la duda. Pero lo aplastó rápido. Nadie, ni siquiera esa morocha cuadrada, lo desafiaba en su propia casa.
Arriba, Sofía se derrumbó en la cama en cuanto cerró la puerta. La bata de seda se abrió sola, dejando al aire el cuerpo que tanto odiaba. Los rollitos laterales temblaban con cada sollozo, los muslos flácidos se rozaban húmedos de lágrimas y de lo que había quedado del pasillo. Se sentía sucia. Usada. Rota. Se acurrucó, abrazándose las rodillas contra el pecho, y dejó que los recuerdos de la gala la golpearan uno a uno, despacio, como puñetadas. Las risas de los hombres cuando Viktor la presentó como “adquis calor”. La forma en que Anastasia se había acercado, rozando el brazo de él con sus pechos perfectos, susurrando en ruso cosas que hacían reír a Viktor mientras Sofía fingía no entender. El beso en la mejilla que duró demasiado, los labios rojos de la rubia casi tocando la comisura de la boca de él. Y Viktor… Viktor sin apartarse, disfrutando la atención, dejando que todos vieran que esa latina fea a su lado era solo un accesorio temporal. Las lágrimas cayeron calientes sobre la almohada de seda. Pensó en su virginidad perdida en una mesa fría de club privado, sin un beso suave, sin una caricia que no doliera. Pensó en cómo había soñado de niña con una primera vez llena de velas, susurros y alguien que la mirara como si fuera hermosa, que le dijera “te deseo porque eres tú”. Y en cambio… esto. Un mafioso mujeriego que la había tomado con rabia, que la miraba con asco incluso mientras estaba dentro de ella. Se levantó tambaleante y caminó por la habitación enorme, descalza sobre la alfombra cara que amortiguaba sus pasos torpes. Los muslos flácidos se rozaban con cada movimiento, recordándole lo ridícula que se veía. Tocó el vestido negro tirado en el suelo, manchado, arrugado. Lo levantó y lo olió: perfume caro de él mezclado con su propio olor a vergüenza. “Seguro ahora está con ella”, pensó, y el dolor fue tan fuerte que se mordió el labio hasta sangrar. “Seguro Anastasia está en su cama ahora mismo, con sus curvas perfectas y su piel de porcelana, gimiendo su nombre como yo nunca podré. Yo solo fui el aperitivo barato antes del plato fuerte. El chiste que todos contarán mañana”. Se dejó caer contra la pared, deslizándose hasta el suelo. Recordó cada mirada de lástima disfrazada de burla en la gala. Las mujeres rusas altas riéndose detrás de sus copas. Los hombres preguntando en voz baja si Viktor “estaba desesperado” para traer algo así a casa. Y él… él confirmándolo todo con sus risas. “No soy nada para él”, pensó, abrazándose más fuerte. “Solo un cuerpo que usa porque está aquí, atrapado. Un error que borrará cuando encuentre algo mejor. Y yo… yo dejé que me quitara lo único puro que tenía”. Se levantó, se metió en la ducha y dejó que el agua hirviendo la castigara. Se frotó fuerte, como si pudiera borrar las marcas de dedos en sus caderas rectas, los morados en las piernas flacas, el recuerdo de sus manos apretando los rollitos con desprecio. Pero no podía borrar cómo su cuerpo había respondido a pesar del asco. Eso era lo peor de todo: que en medio del dolor, había sentido placer. Que se había mojado para él aunque la hiciera llorar. Salió, se envolvió en la bata demasiado grande y se sentó en el borde de la cama, mirando la nada. Por un momento —solo un momento— pensó en pelear. En decirle algo que le doliera, en arañar ese orgullo ruso. Pero la idea se apagó rápido. ¿Para qué? Él era Viktor Ivanov. Ella solo Sofía Ramírez, la gordita fea que su padre había vendido como ganado. No tenía armas. Solo lágrimas. La puerta se abrió sin golpear. Viktor entró, camisa desabrochada, olor a vodka y perfume caro —el mismo perfume que Anastasia llevaba en la gala. —¿Todavía llorando? —preguntó con sorna, cerrando la puerta de un puntapié—. Pensé que las latinas eran más fuertes. Sofía levantó la mirada. Por primera vez no la bajó de inmediato. Hubo un segundo —un segundo valiente— en que sus ojos brillaron con algo que no era miedo. —¿Vienes a recordarme lo fea que soy? —susurró, voz rota pero con una chispa—. ¿O vienes a cogerte a tu capricho temporal antes de volver con Anastasia? Viktor entrecerró los ojos. Dio un paso. El aire se cargó. —Cuidado, gordita —dijo bajito, peligroso—. Estás pisando hielo muy fino. Sofía tragó saliva. La chispa se apagó. Bajó la mirada, los hombros cuadrados encogiéndose, las manos temblando sobre la bata. —Solo… solo dime una cosa —musitó, voz temblorosa—. Cuando te canses de mí… ¿me dejarás ir? ¿O me matarás para que nadie sepa que Viktor Ivanov se acostó con alguien como yo? Él se acercó lento, se agachó frente a ella y tomó su barbilla con la mano tatuada, obligándola a mirarlo. Los dedos apretaron justo lo suficiente para doler. —Cuando me canse —dijo muy cerca, aliento a vodka quemando—, te sacaré de mi casa como saqué a muchas antes. Pero hasta entonces… eres mía. Y vas a tragar cada humillación sin quejarte. ¿Entendido? Sofía asintió, con lágrimas nuevas rodando, asintió despacio. —Entendido —susurró, la voz quebrada. Viktor sonrió sin humor, soltó su barbilla con desprecio y se levantó. —Buena chica —dijo, dirigiéndose a la puerta—. Ahora duerme. Mañana seguimos. Salió dando un portazo. Ella se quedó sola otra vez, abrazándose, sintiendo cómo el trago amargo bajaba lento por la garganta. Pero en el fondo, muy fondo… una semillita de odio empezaba a crecer. Él, en el pasillo, apretó los puños. Esa pregunta lo había tocado donde no debía. Y eso lo enfurecía más que todo. —¿Matarte? —murmuró para sí mismo, caminando hacia el despacho—. No, gordita… no te mataré. Te haré rogar que nunca te deje ir.






