ALBA
La mesa está dispuesta como un campo de batalla.
Cubiertos alineados al milímetro. Tazas de fina porcelana, demasiado blancas para ser honestas. Servilletas bordadas con el escudo de los De Santis. Y en el centro, pasteles aún tibios, como si un poco de azúcar pudiera desactivar lo que se presenta como una detonación.
Estoy allí, con la espalda recta, las manos cruzadas sobre mis rodillas. Permanezco en silencio.
Sandro ya está instalado, en su eterno y calculado calma. Aún no ha tocado su taza. Espera. La atmósfera es eléctrica, como un depredador seguro de su territorio.
A su derecha, Massimo Valente. Mi padre biológico. Aquel cuyo sangre me pertenece, pero nada más. Corta un croissant con una precisión clínica, cada gesto tan metódico como una orden de ejecución.
A su izquierda, mis padres adoptivos: Paul, tenso como una cuerda de ballesta, mirada de acero, mandíbula apretada. Y Luisa, toda elegancia contenida, pero veo su cuello rígido, sus dedos crispados sobre su cartera co