Mia Donovan es una mujer decidida, inteligente y con un profundo deseo de controlar su destino. Sin embargo, su vida da un giro inesperado cuando se cruza con Alexander Pierce, un multimillonario carismático y misterioso que parece tener todo bajo control, incluyendo a Mia. Lo que comienza como un juego de poder en el que ella lucha por mantener su independencia se convierte en una batalla emocional que amenaza con desbordarse. Mientras más se adentra en su mundo, más atrapada se siente en su red de intriga, deseo y peligro. Con cada paso, Alexander revela nuevas facetas de sí mismo, y Mia se ve incapaz de resistirse a su poder magnético. Pero, en este juego, no todo es lo que parece, y Mia tendrá que decidir si es capaz de ganar el juego o si está condenada a ser parte de la peligrosa partida que Alexander juega con su corazón.
Leer másAlexanderNunca supe qué hacer con los atardeceres.Demasiado lentos, demasiado nostálgicos.Un recordatorio de que el tiempo pasa y yo no lo controlo.Hasta hoy.Hoy estamos sentados frente al mar, en ese restaurante ridículamente romántico que jamás habría escogido si no fuera por ella.Velas.Vino.El murmullo constante del océano jugando con la orilla.Y ella.Dios… ella.Mia se ve como un presagio. De algo bueno, o peligroso, todavía no lo sé.Lleva un vestido azul que parece parte del cielo justo antes de rendirse al anochecer. El cabello suelto, los labios rojos —porque claro, siempre desafía la lógica de “menos es más”— y una expresión serena que no le conocía.—No pensé que dirías sí —murmuro, apenas tocando el borde de mi copa.—Yo tampoco —responde, mirándome de frente.El silencio se instala un segundo. Pero no es incómodo.Es… denso.Como si el universo estuviera conteniendo el aliento.La camarera trae el primer plato. Ni lo miro. Estoy demasiado ocupado estudiando cómo
MiaHoy, el mundo no se desmoronó.Sé que suena como una tontería para alguien con un penthouse, una tarjeta negra y un equipo de estrategas al alcance de una videollamada. Pero para mí, que he vivido la mayor parte de mi vida emocional escondida tras estructuras perfectamente diseñadas de éxito y sarcasmo… eso es un logro monumental.Hoy, no hubo gritos.No hubo juegos de poder.No hubo Alexander Blackwood lanzándome miradas que derriten la paciencia y las bragas al mismo tiempo.Bueno… sí hubo miradas. Pero sin guerra.Ahora estoy aquí, sentada en mi sofá de terciopelo azul medianoche —porque, por supuesto, ¿qué otra textura acoge mejor la vulnerabilidad que una que parece susurrarte secretos?— y escribiendo en mi diario. Uno de papel, sí. Con tinta negra. Vintage. Una de esas cosas que nadie en mi círculo hace porque es más “eficiente” digitalizar los pensamientos.Pero yo necesito sentir cómo la tinta sangra cada palabra.Necesito ver que algo se queda, incluso cuando todo cambia.
AlexanderA las ocho en punto, la sala de juntas olía a café recién hecho, tensión corporativa… y a Mia.Sí, a ella.A su perfume cálido con fondo de almendras amargas y algo que aún no podía identificar, pero que me tenía estúpidamente obsesionado.Estaba sentada al extremo largo de la mesa, revisando el informe con su ceño fruncido característico. El mismo que usaba cuando algo le interesaba o la molestaba, que era —para mi desgracia— casi todo lo que decía yo.Llevaba una falda lápiz negra y una blusa blanca de seda que juraría fue diseñada para tentar y torturar a partes iguales.Y su boca…Esa boca.—¿Piensas decir algo o vas a seguir evaluando mi escote con esa cara de CEO silencioso? —murmuró sin levantar la vista.—Estaba evaluando el presupuesto del segundo trimestre —mentí con descaro.Ella me miró por encima de las gafas de lectura, y tuve que apretar los dientes para no reír.Dios, cómo odiaba que me conociera tanto.El proyecto que estábamos por presentar era, según mis i
MiaNo sabía si estaba lista para esto.Lo cual, en mi idioma emocional, significaba que estaba a cinco segundos de arrepentirme.Pero ahí estaba yo. Sentada frente al volante, con las manos temblorosas sobre el cuero frío, esperando a que Alexander saliera de su maldito rascacielos de cristal y se subiera al coche.—¿Estás segura? —me había preguntado mi hermano con voz débil al teléfono.“Segura” era una palabra peligrosa.No lo estaba. Pero algo en mí necesitaba que él viera…Que entendiera.No quién soy cuando me maquillo de seguridad.Sino quién he sido sin nadie que me sostuviera.La puerta del copiloto se abrió y, como siempre, Alexander llenó el espacio con solo existir.Traje gris oscuro, camisa blanca desabotonada en el cuello, y esa mirada de hielo templado que usaba cuando estaba nervioso y no quería que se notara.—¿Ni una pista? —preguntó mientras se abrochaba el cinturón.—¿Te arruiné la agenda perfecta de CEO, Alexander? —solté con una sonrisa de medio lado.Él suspiró
AlexanderLos días volvieron a su orden quirúrgico.Reuniones a las ocho, café negro —sin azúcar, sin alma— a las ocho y treinta, dos llamadas con socios que medían su ambición en ceros, y un almuerzo a solas frente a la pantalla con un documento de expansión internacional que debería emocionarme. Debería.Pero todo sabía a ceniza.Mi asistente me entregó una agenda impoluta cada mañana, como si creyera que el control podía sustituir la ausencia. Y yo fingía que sí. Que los márgenes perfectamente trazados del poder eran suficientes. Que podía volver a ser el CEO que no pestañeaba ante un recorte de personal, que no dudaba al cerrar una planta con cientos de empleados si eso aumentaba las ganancias.Y aun así, cada logro me pesaba como una mentira.Porque ya no era solo Alexander Blackwood, el hombre detrás del vidrio polarizado.Era el que había sellado un pacto de fragilidad con una mujer que me estaba arrancando capa tras capa.Mia no había escrito. No había llamado.Pero tampoco me
MiaLa lluvia tamborileaba contra los ventanales de su apartamento como si el cielo estuviera igual de confundido que yo. Alexander había insistido en que fuéramos allí después de la visita al archivo familiar. No a mi departamento, no a la oficina. A su refugio. Su cueva de cristal con vista al caos de la ciudad.Nos habíamos pasado la tarde en silencio. Él cocinó —sí, el CEO más temido de la ciudad sabe hacer pasta— mientras yo observaba desde el sofá, con una manta que olía a él envolviéndome hasta el cuello. No necesitábamos decir nada. Su tristeza hablaba sola. Y yo, por una vez, supe quedarme callada sin llenarlo todo con bromas nerviosas o preguntas invasivas.—¿Penne o espagueti? —preguntó sin mirarme, con la camisa remangada y el rostro aún tenso por lo vivido en aquel archivo polvoriento.—Penne. El espagueti me hace sentir como si me estuviera ahogando con cables. —Intenté una sonrisa.Alexander giró el rostro y alzó una ceja, apenas, como si le costara recordarse cómo se h
Último capítulo