Mia Donovan es una mujer decidida, inteligente y con un profundo deseo de controlar su destino. Sin embargo, su vida da un giro inesperado cuando se cruza con Alexander Pierce, un multimillonario carismático y misterioso que parece tener todo bajo control, incluyendo a Mia. Lo que comienza como un juego de poder en el que ella lucha por mantener su independencia se convierte en una batalla emocional que amenaza con desbordarse. Mientras más se adentra en su mundo, más atrapada se siente en su red de intriga, deseo y peligro. Con cada paso, Alexander revela nuevas facetas de sí mismo, y Mia se ve incapaz de resistirse a su poder magnético. Pero, en este juego, no todo es lo que parece, y Mia tendrá que decidir si es capaz de ganar el juego o si está condenada a ser parte de la peligrosa partida que Alexander juega con su corazón.
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—¿Estás segura de querer firmar esto, Mia? —La voz de Alexander Pierce era como una daga envuelta en seda—. Porque una vez que lo hagas, tu libertad deja de pertenecerte.
No pestañeé. No podía darme el lujo de titubear.
—Estoy segura.
Mintiendo como una experta.
Dicen que los abogados vendemos nuestra alma en cada contrato.
Pierce Holdings no era una empresa. Era un coliseo. Un lugar donde el mármol pulido y los ventanales infinitos no ocultaban la naturaleza del juego: devorar o ser devorado.
Y Alexander Pierce… era el león que gobernaba el espectáculo.
No llegué aquí por una entrevista tradicional. No hubo filtros de recursos humanos, ni pruebas psicotécnicas, ni promesas vacías en correos electrónicos. Solo una llamada anónima a las once de la noche y una cita al día siguiente. Piso cincuenta. Oficina privada. Reunión directa con el CEO.
Sabía lo que eso significaba.
—Mia Donovan —anuncié al llegar, entregando mi currículum a la recepcionista con sonrisa de mármol y peinado de catálogo.
Tenía más diplomas que la mitad de los hombres que esperaban sentados. Y más cicatrices, aunque ninguna visible.
Había trabajado en Nueva York, peleado contra tiburones disfrazados de abogados, defendido causas imposibles y aprendido a callar cuando las verdades ardían. Pero todo eso parecía un juego de niños comparado con lo que estaba a punto de enfrentar.
Porque Alexander Pierce no contrataba empleados.
Elegía piezas de ajedrez.
El ascensor se abrió con un susurro. Crucé el pasillo sin paredes, solo vidrio y ciudad. Al fondo, lo vi.
Alto, firme, sin necesidad de moverse para imponer respeto. El traje gris oscuro no era lo que llamaba la atención. Era su mirada. Directa. Afilada. Vacía de todo… excepto cálculo.
—Señorita Donovan —dijo sin levantarse—. Siéntese.
Era una orden, disfrazada de cortesía.
Obedecí, sin agachar la cabeza.
—¿Por qué me llamó personalmente? —pregunté.
—Porque su expediente me dejó con una duda interesante —dijo él, entrelazando los dedos sobre el escritorio—. Quería saber si es tan buena como aparenta… o mejor.
—¿Eso no puede descubrirlo leyendo más?
—No. Necesito verla en acción. Medir su reacción. Observar si tiembla cuando la empujan.
No parpadeé.
—No suelo temblar.
—Lo veremos.
Se levantó. Alto. Inmensamente presente. Dio la vuelta al escritorio con la precisión de un depredador.
Y entonces lo dijo:
—Quiero que trabajes para mí. Exclusivamente. Sin restricciones de horario. Sin conflictos de intereses. Sin secretos.
—¿Y la cláusula de confidencialidad incluye mi alma también? —ironía. El único escudo que me quedaba.
No sonrió. Pero su mirada descendió por mi rostro como si leyera entre líneas.
—No. Eso ya lo vendiste hace tiempo, ¿verdad?
No respondí.
No lo necesitaba. Tenía razón.
—Esto no es una oferta común, Mia. No quiero una abogada. Quiero una sombra legal. Un fantasma con licencia para matar —dijo, sin rastro de broma en el rostro—. Te necesito cerca. Dentro de mis paredes. Controlable.
—Controlable no es precisamente la palabra con la que me describen.
—Perfecto —susurró, acercándose—. No quiero una marioneta. Quiero una estratega que sepa cuándo obedecer… y cuándo desafiarme.
El aire entre nosotros se volvió denso. No sexual. Peor: emocional. Un campo minado de tensión.
—¿Qué obtengo a cambio? —pregunté, sin moverme un centímetro.
—Acceso. Protección. Poder. Y la certeza de que, mientras estés bajo mi techo, nadie podrá tocarte sin enfrentarse a mí.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
No era una promesa. Era una advertencia.
Él me entregó el contrato. Cincuenta páginas, cláusulas en letra microscópica, trampas disfrazadas de tecnicismos. Legal, sí. Ético… discutible.
Lo leí. Cada línea. Cada trampa. Cada cadena camuflada entre cifras y condiciones.
—¿Penalización económica por renuncia anticipada? ¿Vigilancia digital? ¿Disponibilidad emocional?
—No me gusta perder el control —dijo, con voz baja—. Y tú pareces experta en escapar.
—¿Y si no firmo?
—Entonces te marchas. Y olvidas que esto existió.
Lo miré.
—¿Y si firmo?
—Entonces, el juego comienza.
Tomé el bolígrafo.
Lo sostuve unos segundos.
Una eternidad.
Y firmé.
Con la misma mano con la que había defendido inocentes… y enterrado secretos.
Alexander tomó el documento y lo deslizó hacia su lado del escritorio, como si acabara de cerrar un trato con el diablo.
—Bienvenida a mi infierno, Mia —susurró, sin rastro de satisfacción en la voz—. Espero que estés lista para arder.
Yo también lo esperaba.
Porque acababa de vender algo más que mi tiempo.
Acababa de vender mi destino.
AlexanderNunca supe qué hacer con los atardeceres.Demasiado lentos, demasiado nostálgicos.Un recordatorio de que el tiempo pasa y yo no lo controlo.Hasta hoy.Hoy estamos sentados frente al mar, en ese restaurante ridículamente romántico que jamás habría escogido si no fuera por ella.Velas.Vino.El murmullo constante del océano jugando con la orilla.Y ella.Dios… ella.Mia se ve como un presagio. De algo bueno, o peligroso, todavía no lo sé.Lleva un vestido azul que parece parte del cielo justo antes de rendirse al anochecer. El cabello suelto, los labios rojos —porque claro, siempre desafía la lógica de “menos es más”— y una expresión serena que no le conocía.—No pensé que dirías sí —murmuro, apenas tocando el borde de mi copa.—Yo tampoco —responde, mirándome de frente.El silencio se instala un segundo. Pero no es incómodo.Es… denso.Como si el universo estuviera conteniendo el aliento.La camarera trae el primer plato. Ni lo miro. Estoy demasiado ocupado estudiando cómo
MiaHoy, el mundo no se desmoronó.Sé que suena como una tontería para alguien con un penthouse, una tarjeta negra y un equipo de estrategas al alcance de una videollamada. Pero para mí, que he vivido la mayor parte de mi vida emocional escondida tras estructuras perfectamente diseñadas de éxito y sarcasmo… eso es un logro monumental.Hoy, no hubo gritos.No hubo juegos de poder.No hubo Alexander Blackwood lanzándome miradas que derriten la paciencia y las bragas al mismo tiempo.Bueno… sí hubo miradas. Pero sin guerra.Ahora estoy aquí, sentada en mi sofá de terciopelo azul medianoche —porque, por supuesto, ¿qué otra textura acoge mejor la vulnerabilidad que una que parece susurrarte secretos?— y escribiendo en mi diario. Uno de papel, sí. Con tinta negra. Vintage. Una de esas cosas que nadie en mi círculo hace porque es más “eficiente” digitalizar los pensamientos.Pero yo necesito sentir cómo la tinta sangra cada palabra.Necesito ver que algo se queda, incluso cuando todo cambia.
AlexanderA las ocho en punto, la sala de juntas olía a café recién hecho, tensión corporativa… y a Mia.Sí, a ella.A su perfume cálido con fondo de almendras amargas y algo que aún no podía identificar, pero que me tenía estúpidamente obsesionado.Estaba sentada al extremo largo de la mesa, revisando el informe con su ceño fruncido característico. El mismo que usaba cuando algo le interesaba o la molestaba, que era —para mi desgracia— casi todo lo que decía yo.Llevaba una falda lápiz negra y una blusa blanca de seda que juraría fue diseñada para tentar y torturar a partes iguales.Y su boca…Esa boca.—¿Piensas decir algo o vas a seguir evaluando mi escote con esa cara de CEO silencioso? —murmuró sin levantar la vista.—Estaba evaluando el presupuesto del segundo trimestre —mentí con descaro.Ella me miró por encima de las gafas de lectura, y tuve que apretar los dientes para no reír.Dios, cómo odiaba que me conociera tanto.El proyecto que estábamos por presentar era, según mis i
MiaNo sabía si estaba lista para esto.Lo cual, en mi idioma emocional, significaba que estaba a cinco segundos de arrepentirme.Pero ahí estaba yo. Sentada frente al volante, con las manos temblorosas sobre el cuero frío, esperando a que Alexander saliera de su maldito rascacielos de cristal y se subiera al coche.—¿Estás segura? —me había preguntado mi hermano con voz débil al teléfono.“Segura” era una palabra peligrosa.No lo estaba. Pero algo en mí necesitaba que él viera…Que entendiera.No quién soy cuando me maquillo de seguridad.Sino quién he sido sin nadie que me sostuviera.La puerta del copiloto se abrió y, como siempre, Alexander llenó el espacio con solo existir.Traje gris oscuro, camisa blanca desabotonada en el cuello, y esa mirada de hielo templado que usaba cuando estaba nervioso y no quería que se notara.—¿Ni una pista? —preguntó mientras se abrochaba el cinturón.—¿Te arruiné la agenda perfecta de CEO, Alexander? —solté con una sonrisa de medio lado.Él suspiró
AlexanderLos días volvieron a su orden quirúrgico.Reuniones a las ocho, café negro —sin azúcar, sin alma— a las ocho y treinta, dos llamadas con socios que medían su ambición en ceros, y un almuerzo a solas frente a la pantalla con un documento de expansión internacional que debería emocionarme. Debería.Pero todo sabía a ceniza.Mi asistente me entregó una agenda impoluta cada mañana, como si creyera que el control podía sustituir la ausencia. Y yo fingía que sí. Que los márgenes perfectamente trazados del poder eran suficientes. Que podía volver a ser el CEO que no pestañeaba ante un recorte de personal, que no dudaba al cerrar una planta con cientos de empleados si eso aumentaba las ganancias.Y aun así, cada logro me pesaba como una mentira.Porque ya no era solo Alexander Blackwood, el hombre detrás del vidrio polarizado.Era el que había sellado un pacto de fragilidad con una mujer que me estaba arrancando capa tras capa.Mia no había escrito. No había llamado.Pero tampoco me
MiaLa lluvia tamborileaba contra los ventanales de su apartamento como si el cielo estuviera igual de confundido que yo. Alexander había insistido en que fuéramos allí después de la visita al archivo familiar. No a mi departamento, no a la oficina. A su refugio. Su cueva de cristal con vista al caos de la ciudad.Nos habíamos pasado la tarde en silencio. Él cocinó —sí, el CEO más temido de la ciudad sabe hacer pasta— mientras yo observaba desde el sofá, con una manta que olía a él envolviéndome hasta el cuello. No necesitábamos decir nada. Su tristeza hablaba sola. Y yo, por una vez, supe quedarme callada sin llenarlo todo con bromas nerviosas o preguntas invasivas.—¿Penne o espagueti? —preguntó sin mirarme, con la camisa remangada y el rostro aún tenso por lo vivido en aquel archivo polvoriento.—Penne. El espagueti me hace sentir como si me estuviera ahogando con cables. —Intenté una sonrisa.Alexander giró el rostro y alzó una ceja, apenas, como si le costara recordarse cómo se h
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