5

Mia

Cuando recibí el mensaje con la invitación al evento, pensé que se había equivocado.

“Gala anual del Grupo Mercier. Asistirás conmigo. Vestido de etiqueta. 20:30. Puntualidad no negociable.”

No decía “por favor”. Ni un “confírmame”. Solo una orden, sellada con la frialdad que se le da a un cambio de estrategia en medio de una guerra. Porque eso era esto: una guerra.

Y esta noche, era otro campo de batalla.

El vestido negro que elegí no fue por vanidad, sino por cálculo. Seda mate, escote sutil, espalda descubierta hasta la línea de la columna. El tipo de prenda que dice sé exactamente lo que valgo, sin suplicar por atención.

Y cuando llegué al vestíbulo del hotel, supe que no me equivoqué.

Él me estaba esperando junto al auto oficial. Traje negro, corbata perfectamente alineada, el reloj más discreto y caro del planeta asomando bajo el puño de su camisa. Pero lo que me impactó no fue eso.

Fue cómo me miró.

Como si no esperara eso. Como si, por un instante, yo hubiera ganado la jugada.

—No pareces una abogada esta noche —fue lo único que dijo.

—Y tú no pareces un CEO. Aunque… probablemente sí.

Sonrió de lado. Como quien se permite una licencia peligrosa.

—Sube al auto, Mia. No lleguemos tarde a nuestra puesta en escena.

El salón era todo luces doradas, copas burbujeantes y miradas afiladas. Hombres de millones, mujeres de porcelana, todos fingiendo amabilidad mientras afilaban cuchillos invisibles.

Y yo, en medio de todo, como un adorno perfectamente calculado.

—Esta noche no eres mi abogada —murmuró Alexander al oído mientras me ofrecía el brazo—. Eres mi sombra. Observa. Escucha. Y recuerda: todos quieren algo.

Lo tomé del brazo sin mirarlo.

—¿Y tú? ¿Qué quieres tú esta noche?

Me miró de reojo, con esa calma que precede al incendio.

—Control.

Lo seguí de conversación en conversación. Políticos. Inversionistas. Viejos tiburones de corbatas caras que me miraban con interés apenas disimulado. Pero Alexander me tenía tan cerca que nadie se atrevía a intentar más que frases educadas.

Y, sin embargo, cada gesto suyo… era una provocación.

Una mano en la cintura para guiarme entre la gente. Su aliento cálido cada vez que me corregía el tono en una conversación. Sus dedos rozando los míos al pasarme una copa.

Cada toque breve. Preciso. Medido al milímetro.

Hasta que llegó el momento del vals.

—No bailo —dije, sin moverme.

—Esta noche sí —respondió, y me jaló con la misma autoridad con la que cierra un trato.

Sus manos firmes tomaron mi cintura y mi palma. El resto del salón desapareció.

Y, de pronto, estábamos danzando. Un círculo lento. Una coreografía perfecta, si no fuera por la electricidad que crepitaba entre nosotros.

—¿Siempre controlas cada paso? —pregunté en voz baja.

—Solo cuando tengo algo que perder.

—¿Y yo qué soy? ¿Una pieza más de tu juego?

Se detuvo. Solo por un segundo. Pero bastó para que nuestros rostros quedaran más cerca de lo apropiado.

—Tú… eres lo que no puedo permitirme perder. Por eso no te dejaré ir.

La música siguió, pero yo apenas podía oírla.

—¿A qué te refieres?

Sus dedos se deslizaron apenas por mi espalda desnuda, como si no supiera qué hacían. Como si su cuerpo lo traicionara.

—Significa que no renunciarás. No lo permitiré.

—No eres dueño de mi vida, Alexander.

—¿Estás segura?

Su mano ascendió apenas un centímetro más. Y me temblaron las rodillas.

Y entonces ocurrió.

Un roce. Ínfimo. Íntimo. Su pulgar contra mi clavícula desnuda.

Fue como si el mundo se suspendiera. Como si el salón entero se desvaneciera y solo quedáramos él y yo, flotando en una tensión que ya no podíamos ignorar.

Yo tragué saliva. Él no se movió.

—No vuelvas a tocarme así —dije, pero mi voz no sonaba segura.

—Entonces no me provoques —susurró.

Cuando la música terminó, él soltó mi mano con una lentitud peligrosa. No dijo más. No hizo más. Pero la línea entre lo profesional y lo personal… ya no era una línea.

Era una llama.

Y yo acababa de caminar sobre ella.

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