Mia
Cuando recibí el mensaje con la invitación al evento, pensé que se había equivocado.
“Gala anual del Grupo Mercier. Asistirás conmigo. Vestido de etiqueta. 20:30. Puntualidad no negociable.”
No decía “por favor”. Ni un “confírmame”. Solo una orden, sellada con la frialdad que se le da a un cambio de estrategia en medio de una guerra. Porque eso era esto: una guerra.
Y esta noche, era otro campo de batalla.
El vestido negro que elegí no fue por vanidad, sino por cálculo. Seda mate, escote sutil, espalda descubierta hasta la línea de la columna. El tipo de prenda que dice sé exactamente lo que valgo, sin suplicar por atención.
Y cuando llegué al vestíbulo del hotel, supe que no me equivoqué.
Él me estaba esperando junto al auto oficial. Traje negro, corbata perfectamente alineada, el reloj más discreto y caro del planeta asomando bajo el puño de su camisa. Pero lo que me impactó no fue eso.
Fue cómo me miró.
Como si no esperara eso. Como si, por un instante, yo hubiera ganado la jugada.
—No pareces una abogada esta noche —fue lo único que dijo.
—Y tú no pareces un CEO. Aunque… probablemente sí.
Sonrió de lado. Como quien se permite una licencia peligrosa.
—Sube al auto, Mia. No lleguemos tarde a nuestra puesta en escena.
El salón era todo luces doradas, copas burbujeantes y miradas afiladas. Hombres de millones, mujeres de porcelana, todos fingiendo amabilidad mientras afilaban cuchillos invisibles.
Y yo, en medio de todo, como un adorno perfectamente calculado.
—Esta noche no eres mi abogada —murmuró Alexander al oído mientras me ofrecía el brazo—. Eres mi sombra. Observa. Escucha. Y recuerda: todos quieren algo.
Lo tomé del brazo sin mirarlo.
—¿Y tú? ¿Qué quieres tú esta noche?
Me miró de reojo, con esa calma que precede al incendio.
—Control.
Lo seguí de conversación en conversación. Políticos. Inversionistas. Viejos tiburones de corbatas caras que me miraban con interés apenas disimulado. Pero Alexander me tenía tan cerca que nadie se atrevía a intentar más que frases educadas.
Y, sin embargo, cada gesto suyo… era una provocación.
Una mano en la cintura para guiarme entre la gente. Su aliento cálido cada vez que me corregía el tono en una conversación. Sus dedos rozando los míos al pasarme una copa.
Cada toque breve. Preciso. Medido al milímetro.
Hasta que llegó el momento del vals.
—No bailo —dije, sin moverme.
—Esta noche sí —respondió, y me jaló con la misma autoridad con la que cierra un trato.
Sus manos firmes tomaron mi cintura y mi palma. El resto del salón desapareció.
Y, de pronto, estábamos danzando. Un círculo lento. Una coreografía perfecta, si no fuera por la electricidad que crepitaba entre nosotros.
—¿Siempre controlas cada paso? —pregunté en voz baja.
—Solo cuando tengo algo que perder.
—¿Y yo qué soy? ¿Una pieza más de tu juego?
Se detuvo. Solo por un segundo. Pero bastó para que nuestros rostros quedaran más cerca de lo apropiado.
—Tú… eres lo que no puedo permitirme perder. Por eso no te dejaré ir.
La música siguió, pero yo apenas podía oírla.
—¿A qué te refieres?
Sus dedos se deslizaron apenas por mi espalda desnuda, como si no supiera qué hacían. Como si su cuerpo lo traicionara.
—Significa que no renunciarás. No lo permitiré.
—No eres dueño de mi vida, Alexander.
—¿Estás segura?
Su mano ascendió apenas un centímetro más. Y me temblaron las rodillas.
Y entonces ocurrió.
Un roce. Ínfimo. Íntimo. Su pulgar contra mi clavícula desnuda.
Fue como si el mundo se suspendiera. Como si el salón entero se desvaneciera y solo quedáramos él y yo, flotando en una tensión que ya no podíamos ignorar.
Yo tragué saliva. Él no se movió.
—No vuelvas a tocarme así —dije, pero mi voz no sonaba segura.
—Entonces no me provoques —susurró.
Cuando la música terminó, él soltó mi mano con una lentitud peligrosa. No dijo más. No hizo más. Pero la línea entre lo profesional y lo personal… ya no era una línea.
Era una llama.
Y yo acababa de caminar sobre ella.
Mía—¿Estás segura de querer firmar esto, Mia? —La voz de Alexander Pierce era como una daga envuelta en seda—. Porque una vez que lo hagas, tu libertad deja de pertenecerte.No pestañeé. No podía darme el lujo de titubear.—Estoy segura.Mintiendo como una experta.Dicen que los abogados vendemos nuestra alma en cada contrato.Mentira. Yo la vendí antes de firmar.Pierce Holdings no era una empresa. Era un coliseo. Un lugar donde el mármol pulido y los ventanales infinitos no ocultaban la naturaleza del juego: devorar o ser devorado.Y Alexander Pierce… era el león que gobernaba el espectáculo.No llegué aquí por una entrevista tradicional. No hubo filtros de recursos humanos, ni pruebas psicotécnicas, ni promesas vacías en correos electrónicos. Solo una llamada anónima a las once de la noche y una cita al día siguiente. Piso cincuenta. Oficina privada. Reunión directa con el CEO.Sabía lo que eso significaba.Y aun así, vine.—Mia Donovan —anuncié al llegar, entregando mi currículum
AlexanderNunca he creído en las coincidencias.Todo en mi vida ocurre por estrategia, cálculo… o error ajeno. Y Mia Donovan, con su vestido negro ajustado y su mirada imperturbable, no parecía el tipo de mujer que aparecía en mi oficina por accidente.La observé desde la pared de vidrio esmerilado que daba a la sala de juntas. Ni siquiera sabía que ya la estaban presentando al equipo. Estaba puntual, como esperaba, pero sin ese aire de servilismo que suelen adoptar los nuevos cuando pisan Pierce Holdings por primera vez.Tenía la espalda recta. El mentón alto. La mirada afilada.Esa mujer no buscaba integrarse.Buscaba dominar.—¿Seguro que es buena idea tenerla tan cerca? —preguntó Ethan, mi jefe de seguridad, sin apartar la vista del informe que sostenía—. Esta abogada tiene demasiadas credenciales… y demasiadas razones para tenernos en la mira.—Precisamente por eso la quiero cerca —respondí sin apartar la mirada de la sala—. Así sé exactamente cuándo apuñalará.Ethan bufó, pero n
MiaLo supe apenas vi el correo."Organizar evento privado de bienvenida para los socios de Blackstone Inc. – esta misma semana. Ubicación a definir. Catering exclusivo, lista de invitados VIP, presentación de resultados del trimestre, sin exceder los 300 mil dólares. Código de vestimenta: elegante, pero no ostentoso. Plazo: 72 horas. Preguntas, dirigirlas a: nadie."¿Una broma?No.Era Alexander Pierce.Y su retorcida forma de decir “bienvenida al infierno”.Apreté la mandíbula mientras cerraba el portátil. No me contrataron como organizadora de eventos. Soy abogada. Magna cum laude, Harvard Law. Podría estar liderando una fusión millonaria en este momento. Pero no. Aquí estoy, buscando floristas de último minuto que no huelan a desesperación.—¿Estás bien? —preguntó Olivia, una analista que había sido asignada como mi “apoyo”.Le lancé una sonrisa tan falsa como el presupuesto de ese evento.—Perfecta. Solo necesito encontrar una locación que esté libre, tenga vista al skyline, teng
AlexanderEl poder no es un privilegio. Es una defensa.Eso me lo enseñaron a la fuerza.Por eso leo los informes con obsesiva puntualidad. Por eso mando a verificar cada dato, cada nombre. No confío en nadie que no haya intentado traicionarme al menos una vez. Y esta semana, en particular, no puedo dar espacio a errores. Blackstone Inc. está a punto de cerrar uno de los acuerdos más grandes del año. No necesito distracciones.Excepto que ella ya lo es.Mia Donovan.Su nombre no debería estar en mi cabeza a estas alturas. Una simple abogada más. Competente, sí. Insolente, también. Pero reemplazable.Sin embargo…Desde el momento en que me enfrentó en el evento, frente a mis propios socios, se metió bajo mi piel como una astilla. Invisible. Dolorosa.Y por eso estoy leyendo su informe personal por tercera vez. No porque me importe, por supuesto. Sino porque cada debilidad debe conocerse antes de que se convierta en un problema.Una línea resalta entre las demás.“Donovan, Liam. 22 años