Mia
Lo supe apenas vi el correo.
"Organizar evento privado de bienvenida para los socios de Blackstone Inc. – esta misma semana. Ubicación a definir. Catering exclusivo, lista de invitados VIP, presentación de resultados del trimestre, sin exceder los 300 mil dólares. Código de vestimenta: elegante, pero no ostentoso. Plazo: 72 horas. Preguntas, dirigirlas a: nadie."
¿Una broma?
No.
Era Alexander Pierce.
Y su retorcida forma de decir “bienvenida al infierno”.
Apreté la mandíbula mientras cerraba el portátil. No me contrataron como organizadora de eventos. Soy abogada. Magna cum laude, Harvard Law. Podría estar liderando una fusión millonaria en este momento. Pero no. Aquí estoy, buscando floristas de último minuto que no huelan a desesperación.
—¿Estás bien? —preguntó Olivia, una analista que había sido asignada como mi “apoyo”.
Le lancé una sonrisa tan falsa como el presupuesto de ese evento.
—Perfecta. Solo necesito encontrar una locación que esté libre, tenga vista al skyline, tenga piano de cola y no me cueste lo que Alexander gasta en corbatas.
Ella rió, pero yo no.
Esto era una prueba. Una forma de subestimarme. De doblarme. Y si pensaba que iba a caer de rodillas, claramente no conocía mi historial en tribunales.
Sesenta y siete llamadas. Diecisiete rechazos. Tres propuestas viables.
A las treinta horas sin dormir, ya tenía una locación firmada, un chef con estrella Michelin, un equipo de sonido montado y a todos los invitados confirmados vía correo… más un código de vestimenta que logré redefinir como “sofisticadamente intimidante”.
La noche del evento llegó más rápido de lo que esperaba. Iba vestida de negro. Blazer entallado. Pantalón palazzo. Cabello recogido con precisión quirúrgica. No había lugar para errores. Ni para sonrisas innecesarias.
Todo iba perfecto hasta que lo vi.
Alexander.
Traje negro. Camisa blanca. Sin corbata. Desenfadado y letal.
Se acercó con una copa en la mano y una sonrisa torcida en los labios.
—Veo que sabes hacer algo más que firmar contratos.
—¿Y tú sabes algo más que ponerme obstáculos inútiles? —le respondí en voz baja, mientras mi mirada se deslizaba por los ejecutivos que comenzaban a acercarse.
Él dio un sorbo a su copa, sin inmutarse.
—Tú lo llamas obstáculo. Yo lo llamo selección natural.
—¿O misoginia encubierta? —repliqué, con una dulzura envenenada en la voz.
Y fue entonces cuando lo hice. Lo enfrenté en público.
Uno de los socios de Blackstone, un tipo canoso con sonrisa de tiburón, se acercó a nosotros y preguntó con genuino interés:
—¿Quién organizó esto? La atención al detalle es impecable.
No dudé.
—Yo —dije con firmeza, mirando a Alexander—. Aunque técnicamente no estaba dentro de mis funciones como abogada corporativa. Pero bueno… a veces es necesario recordarles a ciertos CEOs lo que significa la eficiencia real.
Hubo un murmullo incómodo. Algunos sonrieron. Otros bajaron la mirada. Alexander no dijo nada. Solo me observó con esa mirada suya que me atraviesa, como si pudiera leer lo que ni yo misma admito en voz alta.
Después, cuando la noche terminó y los invitados se fueron, me llamó a su oficina.
Cerré la puerta tras de mí con más fuerza de la necesaria.
—¿Quieres decirme qué fue eso? —preguntó, sin rodeos.
—¿Eso qué? ¿Mi capacidad para evitar que tu empresa haga el ridículo ante un socio clave?
Se levantó de la silla y rodeó el escritorio. Sus pasos eran lentos. Calculados. Como si estuviera preparándose para un ataque quirúrgico, no una simple conversación.
—Podrías haberlo hecho en silencio. Como se hace en este mundo —dijo.
—¿Y dejarte pensar que puedes tratarme como a una secretaria sin consecuencias?
Se detuvo frente a mí.
Estábamos a centímetros.
Peligrosamente cerca.
—Ten cuidado, Mia. A veces jugar a ser la heroína te convierte en blanco —susurró.
—Y a veces los villanos terminan ardiendo en su propio infierno —le devolví.
Hubo un silencio.
Pesado. Denso. El tipo de silencio que grita.
Mi respiración estaba agitada. Mi cuerpo tenso. Pero no por miedo.
Por rabia. Por adrenalina. Por algo más que no quería nombrar.
Él me miró. Fijamente. Como si estuviera decidiendo si besarme… o despedirme.
Pero no hizo ninguna de las dos cosas.
Solo dijo:
—Tienes talento, Donovan. Pero recuerda que aquí el tablero es mío. Y yo muevo las piezas cuando quiero.
Me giré sin responder. No le daría el placer de una réplica ingeniosa. No esta vez.
Cuando salí de su oficina, una parte de mí celebraba haberle plantado cara. Pero otra…
Otra empezó a preguntarse si él estaba jugando con algo más que mi mente.
Y lo peor es que tal vez estaba ganando.
AlexanderEl poder no es un privilegio. Es una defensa.Eso me lo enseñaron a la fuerza.Por eso leo los informes con obsesiva puntualidad. Por eso mando a verificar cada dato, cada nombre. No confío en nadie que no haya intentado traicionarme al menos una vez. Y esta semana, en particular, no puedo dar espacio a errores. Blackstone Inc. está a punto de cerrar uno de los acuerdos más grandes del año. No necesito distracciones.Excepto que ella ya lo es.Mia Donovan.Su nombre no debería estar en mi cabeza a estas alturas. Una simple abogada más. Competente, sí. Insolente, también. Pero reemplazable.Sin embargo…Desde el momento en que me enfrentó en el evento, frente a mis propios socios, se metió bajo mi piel como una astilla. Invisible. Dolorosa.Y por eso estoy leyendo su informe personal por tercera vez. No porque me importe, por supuesto. Sino porque cada debilidad debe conocerse antes de que se convierta en un problema.Una línea resalta entre las demás.“Donovan, Liam. 22 años
MiaCuando recibí el mensaje con la invitación al evento, pensé que se había equivocado.“Gala anual del Grupo Mercier. Asistirás conmigo. Vestido de etiqueta. 20:30. Puntualidad no negociable.”No decía “por favor”. Ni un “confírmame”. Solo una orden, sellada con la frialdad que se le da a un cambio de estrategia en medio de una guerra. Porque eso era esto: una guerra.Y esta noche, era otro campo de batalla.El vestido negro que elegí no fue por vanidad, sino por cálculo. Seda mate, escote sutil, espalda descubierta hasta la línea de la columna. El tipo de prenda que dice sé exactamente lo que valgo, sin suplicar por atención.Y cuando llegué al vestíbulo del hotel, supe que no me equivoqué.Él me estaba esperando junto al auto oficial. Traje negro, corbata perfectamente alineada, el reloj más discreto y caro del planeta asomando bajo el puño de su camisa. Pero lo que me impactó no fue eso.Fue cómo me miró.Como si no esperara eso. Como si, por un instante, yo hubiera ganado la jug
Mía—¿Estás segura de querer firmar esto, Mia? —La voz de Alexander Pierce era como una daga envuelta en seda—. Porque una vez que lo hagas, tu libertad deja de pertenecerte.No pestañeé. No podía darme el lujo de titubear.—Estoy segura.Mintiendo como una experta.Dicen que los abogados vendemos nuestra alma en cada contrato.Mentira. Yo la vendí antes de firmar.Pierce Holdings no era una empresa. Era un coliseo. Un lugar donde el mármol pulido y los ventanales infinitos no ocultaban la naturaleza del juego: devorar o ser devorado.Y Alexander Pierce… era el león que gobernaba el espectáculo.No llegué aquí por una entrevista tradicional. No hubo filtros de recursos humanos, ni pruebas psicotécnicas, ni promesas vacías en correos electrónicos. Solo una llamada anónima a las once de la noche y una cita al día siguiente. Piso cincuenta. Oficina privada. Reunión directa con el CEO.Sabía lo que eso significaba.Y aun así, vine.—Mia Donovan —anuncié al llegar, entregando mi currículum
AlexanderNunca he creído en las coincidencias.Todo en mi vida ocurre por estrategia, cálculo… o error ajeno. Y Mia Donovan, con su vestido negro ajustado y su mirada imperturbable, no parecía el tipo de mujer que aparecía en mi oficina por accidente.La observé desde la pared de vidrio esmerilado que daba a la sala de juntas. Ni siquiera sabía que ya la estaban presentando al equipo. Estaba puntual, como esperaba, pero sin ese aire de servilismo que suelen adoptar los nuevos cuando pisan Pierce Holdings por primera vez.Tenía la espalda recta. El mentón alto. La mirada afilada.Esa mujer no buscaba integrarse.Buscaba dominar.—¿Seguro que es buena idea tenerla tan cerca? —preguntó Ethan, mi jefe de seguridad, sin apartar la vista del informe que sostenía—. Esta abogada tiene demasiadas credenciales… y demasiadas razones para tenernos en la mira.—Precisamente por eso la quiero cerca —respondí sin apartar la mirada de la sala—. Así sé exactamente cuándo apuñalará.Ethan bufó, pero n