Mía
—¿Estás segura de querer firmar esto, Mia? —La voz de Alexander Pierce era como una daga envuelta en seda—. Porque una vez que lo hagas, tu libertad deja de pertenecerte.
No pestañeé. No podía darme el lujo de titubear.
—Estoy segura.
Mintiendo como una experta.
Dicen que los abogados vendemos nuestra alma en cada contrato.
Pierce Holdings no era una empresa. Era un coliseo. Un lugar donde el mármol pulido y los ventanales infinitos no ocultaban la naturaleza del juego: devorar o ser devorado.
Y Alexander Pierce… era el león que gobernaba el espectáculo.
No llegué aquí por una entrevista tradicional. No hubo filtros de recursos humanos, ni pruebas psicotécnicas, ni promesas vacías en correos electrónicos. Solo una llamada anónima a las once de la noche y una cita al día siguiente. Piso cincuenta. Oficina privada. Reunión directa con el CEO.
Sabía lo que eso significaba.
—Mia Donovan —anuncié al llegar, entregando mi currículum a la recepcionista con sonrisa de mármol y peinado de catálogo.
Tenía más diplomas que la mitad de los hombres que esperaban sentados. Y más cicatrices, aunque ninguna visible.
Había trabajado en Nueva York, peleado contra tiburones disfrazados de abogados, defendido causas imposibles y aprendido a callar cuando las verdades ardían. Pero todo eso parecía un juego de niños comparado con lo que estaba a punto de enfrentar.
Porque Alexander Pierce no contrataba empleados.
Elegía piezas de ajedrez.
El ascensor se abrió con un susurro. Crucé el pasillo sin paredes, solo vidrio y ciudad. Al fondo, lo vi.
Alto, firme, sin necesidad de moverse para imponer respeto. El traje gris oscuro no era lo que llamaba la atención. Era su mirada. Directa. Afilada. Vacía de todo… excepto cálculo.
—Señorita Donovan —dijo sin levantarse—. Siéntese.
Era una orden, disfrazada de cortesía.
Obedecí, sin agachar la cabeza.
—¿Por qué me llamó personalmente? —pregunté.
—Porque su expediente me dejó con una duda interesante —dijo él, entrelazando los dedos sobre el escritorio—. Quería saber si es tan buena como aparenta… o mejor.
—¿Eso no puede descubrirlo leyendo más?
—No. Necesito verla en acción. Medir su reacción. Observar si tiembla cuando la empujan.
No parpadeé.
—No suelo temblar.
—Lo veremos.
Se levantó. Alto. Inmensamente presente. Dio la vuelta al escritorio con la precisión de un depredador.
Y entonces lo dijo:
—Quiero que trabajes para mí. Exclusivamente. Sin restricciones de horario. Sin conflictos de intereses. Sin secretos.
—¿Y la cláusula de confidencialidad incluye mi alma también? —ironía. El único escudo que me quedaba.
No sonrió. Pero su mirada descendió por mi rostro como si leyera entre líneas.
—No. Eso ya lo vendiste hace tiempo, ¿verdad?
No respondí.
No lo necesitaba. Tenía razón.
—Esto no es una oferta común, Mia. No quiero una abogada. Quiero una sombra legal. Un fantasma con licencia para matar —dijo, sin rastro de broma en el rostro—. Te necesito cerca. Dentro de mis paredes. Controlable.
—Controlable no es precisamente la palabra con la que me describen.
—Perfecto —susurró, acercándose—. No quiero una marioneta. Quiero una estratega que sepa cuándo obedecer… y cuándo desafiarme.
El aire entre nosotros se volvió denso. No sexual. Peor: emocional. Un campo minado de tensión.
—¿Qué obtengo a cambio? —pregunté, sin moverme un centímetro.
—Acceso. Protección. Poder. Y la certeza de que, mientras estés bajo mi techo, nadie podrá tocarte sin enfrentarse a mí.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
No era una promesa. Era una advertencia.
Él me entregó el contrato. Cincuenta páginas, cláusulas en letra microscópica, trampas disfrazadas de tecnicismos. Legal, sí. Ético… discutible.
Lo leí. Cada línea. Cada trampa. Cada cadena camuflada entre cifras y condiciones.
—¿Penalización económica por renuncia anticipada? ¿Vigilancia digital? ¿Disponibilidad emocional?
—No me gusta perder el control —dijo, con voz baja—. Y tú pareces experta en escapar.
—¿Y si no firmo?
—Entonces te marchas. Y olvidas que esto existió.
Lo miré.
—¿Y si firmo?
—Entonces, el juego comienza.
Tomé el bolígrafo.
Lo sostuve unos segundos.
Una eternidad.
Y firmé.
Con la misma mano con la que había defendido inocentes… y enterrado secretos.
Alexander tomó el documento y lo deslizó hacia su lado del escritorio, como si acabara de cerrar un trato con el diablo.
—Bienvenida a mi infierno, Mia —susurró, sin rastro de satisfacción en la voz—. Espero que estés lista para arder.
Yo también lo esperaba.
Porque acababa de vender algo más que mi tiempo.
Acababa de vender mi destino.
AlexanderNunca he creído en las coincidencias.Todo en mi vida ocurre por estrategia, cálculo… o error ajeno. Y Mia Donovan, con su vestido negro ajustado y su mirada imperturbable, no parecía el tipo de mujer que aparecía en mi oficina por accidente.La observé desde la pared de vidrio esmerilado que daba a la sala de juntas. Ni siquiera sabía que ya la estaban presentando al equipo. Estaba puntual, como esperaba, pero sin ese aire de servilismo que suelen adoptar los nuevos cuando pisan Pierce Holdings por primera vez.Tenía la espalda recta. El mentón alto. La mirada afilada.Esa mujer no buscaba integrarse.Buscaba dominar.—¿Seguro que es buena idea tenerla tan cerca? —preguntó Ethan, mi jefe de seguridad, sin apartar la vista del informe que sostenía—. Esta abogada tiene demasiadas credenciales… y demasiadas razones para tenernos en la mira.—Precisamente por eso la quiero cerca —respondí sin apartar la mirada de la sala—. Así sé exactamente cuándo apuñalará.Ethan bufó, pero n
MiaLo supe apenas vi el correo."Organizar evento privado de bienvenida para los socios de Blackstone Inc. – esta misma semana. Ubicación a definir. Catering exclusivo, lista de invitados VIP, presentación de resultados del trimestre, sin exceder los 300 mil dólares. Código de vestimenta: elegante, pero no ostentoso. Plazo: 72 horas. Preguntas, dirigirlas a: nadie."¿Una broma?No.Era Alexander Pierce.Y su retorcida forma de decir “bienvenida al infierno”.Apreté la mandíbula mientras cerraba el portátil. No me contrataron como organizadora de eventos. Soy abogada. Magna cum laude, Harvard Law. Podría estar liderando una fusión millonaria en este momento. Pero no. Aquí estoy, buscando floristas de último minuto que no huelan a desesperación.—¿Estás bien? —preguntó Olivia, una analista que había sido asignada como mi “apoyo”.Le lancé una sonrisa tan falsa como el presupuesto de ese evento.—Perfecta. Solo necesito encontrar una locación que esté libre, tenga vista al skyline, teng
AlexanderEl poder no es un privilegio. Es una defensa.Eso me lo enseñaron a la fuerza.Por eso leo los informes con obsesiva puntualidad. Por eso mando a verificar cada dato, cada nombre. No confío en nadie que no haya intentado traicionarme al menos una vez. Y esta semana, en particular, no puedo dar espacio a errores. Blackstone Inc. está a punto de cerrar uno de los acuerdos más grandes del año. No necesito distracciones.Excepto que ella ya lo es.Mia Donovan.Su nombre no debería estar en mi cabeza a estas alturas. Una simple abogada más. Competente, sí. Insolente, también. Pero reemplazable.Sin embargo…Desde el momento en que me enfrentó en el evento, frente a mis propios socios, se metió bajo mi piel como una astilla. Invisible. Dolorosa.Y por eso estoy leyendo su informe personal por tercera vez. No porque me importe, por supuesto. Sino porque cada debilidad debe conocerse antes de que se convierta en un problema.Una línea resalta entre las demás.“Donovan, Liam. 22 años
MiaCuando recibí el mensaje con la invitación al evento, pensé que se había equivocado.“Gala anual del Grupo Mercier. Asistirás conmigo. Vestido de etiqueta. 20:30. Puntualidad no negociable.”No decía “por favor”. Ni un “confírmame”. Solo una orden, sellada con la frialdad que se le da a un cambio de estrategia en medio de una guerra. Porque eso era esto: una guerra.Y esta noche, era otro campo de batalla.El vestido negro que elegí no fue por vanidad, sino por cálculo. Seda mate, escote sutil, espalda descubierta hasta la línea de la columna. El tipo de prenda que dice sé exactamente lo que valgo, sin suplicar por atención.Y cuando llegué al vestíbulo del hotel, supe que no me equivoqué.Él me estaba esperando junto al auto oficial. Traje negro, corbata perfectamente alineada, el reloj más discreto y caro del planeta asomando bajo el puño de su camisa. Pero lo que me impactó no fue eso.Fue cómo me miró.Como si no esperara eso. Como si, por un instante, yo hubiera ganado la jug