6

Mia

El silencio del departamento me golpeó con la fuerza de una bofetada. Nada más cruzar la puerta, me quité los tacones y solté el bolso en el sofá como si ese simple gesto pudiera sacudir también el peso que llevaba encima. Pero no. Aún lo sentía.

Su tacto.

Su mirada.

Su maldita voz retumbando en mi cabeza.

"Entonces no me provoques."

¿Qué demonios había sido eso?

Fui directo al baño, encendí la luz con violencia y me miré al espejo. El maquillaje seguía impecable, como si nada hubiera pasado. Pero yo sí había cambiado. Había algo en mi mirada. Un brillo que no quería ver. Un temblor que no me pertenecía.

—Estúpida —murmuré, frotando mis mejillas para borrar cualquier rastro de él—. No eres una de esas mujeres que se derriten porque un hombre con poder las mira como si fueran su próximo trofeo.

Excepto que no había sido una mirada de trofeo.

Había sido algo más oscuro. Más personal. Algo que me atrapó por dentro y me sacudió el alma como si conociera mis grietas. Y lo peor era que, por un instante, lo había permitido.

El agua fría en mi rostro no ayudó. Tampoco quitarme el vestido y esconderlo en el fondo del clóset, como si fuera un objeto maldito. Nada podía borrar el hecho de que me había dejado arrastrar por ese fuego. Que había sentido… algo.

No, peor. Que había querido sentirlo.


La mañana llegó con la resaca emocional de una noche que parecía irreal. Pero el correo en mi bandeja de entrada no lo era.

“Reunión con el equipo legal. Sala 3. 8:00 en punto.”

Firmado: Alexander Mercier.

¿Dormía ese hombre en absoluto? ¿O era un robot disfrazado de humano con el extraño defecto de ser condenadamente atractivo?

Me vestí con un conjunto sobrio, cerré la blusa hasta el último botón y me até el cabello en una coleta alta. Necesitaba blindaje emocional, y esa era mi armadura.

Pero apenas crucé la puerta de la sala de reuniones, su mirada me alcanzó como una bala.

Él ya estaba allí. Sentado a la cabecera de la mesa. Impecable. Como si la noche anterior no hubiera significado absolutamente nada para él.

—Mia —dijo simplemente, sin un atisbo de emoción—. Siéntate. Empezamos en cinco.

Fingí normalidad, asentí y ocupé mi lugar. Había otras personas en la sala, así que el juego tenía nuevas reglas. Apariencias. Profesionalismo. Frialdad.

Perfecto. Yo también sabía jugar.

Durante la reunión, discutimos contratos, cláusulas, fusiones posibles. Mantuve la compostura, hice aportes, corregí a uno de los abogados júnior que estaba confundiendo términos legales. Él no me interrumpió. Ni una vez. Pero tampoco me elogió.

Era como si hubiera vuelto a ser invisible.

Y lo odié por eso. Odié que su indiferencia me doliera. Que me importara.


Cuando la sala se vació, recogí mis cosas en silencio. Pero él no se movió. Solo esperó. Y cuando la puerta se cerró tras el último empleado, habló.

—Tu análisis del contrato fue preciso —dijo, sin mirarme—. Como siempre.

—¿Eso era lo que querías decirme? ¿O también vas a recordarme que no puedo renunciar, como hiciste anoche?

No respondió de inmediato. Se puso de pie con lentitud y rodeó la mesa. Lo observé acercarse, cada paso suyo medido. Insoportablemente tranquilo.

—¿Qué parte te molestó más, Mia? ¿Que te dijera la verdad… o que te tocara?

Mi cuerpo se tensó como un cable eléctrico.

—No tienes derecho a tocarme así.

—Y, sin embargo, no me detuviste.

Su voz era baja. Amenazante, pero no por el volumen. Por la verdad que escondía.

—Fue una equivocación —mentí. Porque tenía que hacerlo. Porque si reconocía que ese simple roce me había dejado sin aliento, perdía.

Él dio un paso más. Ya estaba demasiado cerca. El escritorio apenas nos separaba.

—¿Y si te dijera que yo no cometo errores?

—Entonces eres más arrogante de lo que pensaba.

—O más honesto.

Me miró. Directo. Como si pudiera ver dentro de mí. Y maldita sea, casi lo hacía.

Pero entonces sonó su teléfono. Un zumbido insistente que rompió la tensión.

Miró la pantalla, frunció el ceño. Luego lo dejó sonar.

—Puedes irte —dijo sin emoción, volviendo a su asiento—. Eso será todo por hoy.

Me quedé un segundo más, con el corazón latiendo con violencia en mi pecho.

Él ya no me miraba. Pero yo lo sentía. Sentía su silencio.

Salí sin decir palabra. Sin mirar atrás. Pero por dentro…

Seguía ardiendo.

Y esta vez, ni siquiera sabía si quería apagar el fuego.

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