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Alexander

Nunca he creído en las coincidencias.

Todo en mi vida ocurre por estrategia, cálculo… o error ajeno. Y Mia Donovan, con su vestido negro ajustado y su mirada imperturbable, no parecía el tipo de mujer que aparecía en mi oficina por accidente.

La observé desde la pared de vidrio esmerilado que daba a la sala de juntas. Ni siquiera sabía que ya la estaban presentando al equipo. Estaba puntual, como esperaba, pero sin ese aire de servilismo que suelen adoptar los nuevos cuando pisan Pierce Holdings por primera vez.

Tenía la espalda recta. El mentón alto. La mirada afilada.

Esa mujer no buscaba integrarse.

Buscaba dominar.

—¿Seguro que es buena idea tenerla tan cerca? —preguntó Ethan, mi jefe de seguridad, sin apartar la vista del informe que sostenía—. Esta abogada tiene demasiadas credenciales… y demasiadas razones para tenernos en la mira.

—Precisamente por eso la quiero cerca —respondí sin apartar la mirada de la sala—. Así sé exactamente cuándo apuñalará.

Ethan bufó, pero no discutió. Sabía que, una vez que tomaba una decisión, nadie podía hacerme cambiar de idea.

Mia caminaba junto a la directora de Recursos Humanos como si ya conociera el terreno. Como si el poder no le resultara intimidante… sino familiar. Atractivo, incluso.

Y eso era peligroso.

Sobre todo, porque yo podía sentirlo también.

Cuando entró en mi despacho, ya sin escoltas ni presentaciones, se detuvo frente a mi escritorio con esa postura firme que ya conocía. Pero algo era diferente.

Había firmado.

Ya era mía.

—Buenos días, señor Pierce —dijo con voz clara, sin titubeos.

—Pierce quedó atrás anoche, Mia. Ahora me llamas Alexander —dije sin levantarme, probándola desde el primer segundo.

Sus labios temblaron apenas un milímetro. Pero no dijo nada.

Tic, tac. Primera provocación: superada.

—Te asigné una oficina contigua a la mía. No por cortesía, sino por necesidad —continué mientras hojeaba un expediente que no requería mi atención en ese momento—. Quiero que escuches todo. Cada llamada. Cada crisis. Si voy al infierno, tú vienes conmigo.

Ella no respondió de inmediato. Me observó. Estudiándome. No como una empleada. Como una igual. O peor aún, como una rival.

—Perfecto. Me gustan los desafíos —respondió al fin, con una media sonrisa cargada de veneno y determinación.

Maldita sea.

No era solo atractiva. Era peligrosa. Porque mientras la mayoría de las personas se derrumbaban bajo mi sombra, ella parecía absorber la oscuridad y convertirla en escudo.

Le entregué una carpeta con los casos más envenenados del mes. Todos los que los demás ejecutivos habían rechazado. Quería ver cómo se desenvolvía cuando la empujaran al abismo sin red.

—Empieza con esto —dije, sin darle más instrucciones.

Ella tomó la carpeta sin protestar.

—¿Quieres que me hunda o que flote?

—Quiero ver si sabes nadar cuando el agua está llena de tiburones —le respondí, levantando al fin la mirada para enfrentar sus ojos.

Mia sostuvo mi mirada. No bajó la vista. No parpadeó. Jodidamente impresionante.

Y, por eso mismo, más sospechosa aún.

Las mujeres como ella siempre tienen un motivo oculto.

Lo sabía por experiencia.

Una vez cometí el error de confiar. Una mujer de sonrisa encantadora y argumentos tan afilados como sus tacones me hizo pensar que el amor podía existir en mi mundo. Me costó millones… y casi la vida.

Mia era distinta. Pero el eco era el mismo.

Demasiado brillante. Demasiado capaz. Demasiado tentadora.

El tipo de mujer que podía convertir una debilidad en un arma… si la dejaba entrar.

Y sin embargo, ahí estaba. Dentro.

Decidí probarla.

Mandé a llamarla a mi oficina una hora después con una simple excusa: corregir un párrafo de un contrato de veinte páginas. Una tarea que cualquier pasante podría haber resuelto.

Ella llegó puntual, sin signos de fastidio.

—¿Para esto me llamaste? —preguntó, sin disimular el sarcasmo.

—Exacto. Y mañana podrías tener que revisar la ortografía de mi discurso —respondí, con una sonrisa ladeada—. Bienvenida al infierno corporativo.

—Mientras no me pidas que te prepare el café, aún puedo respetarte.

La carcajada se me escapó antes de poder contenerla. Fue rápida, seca, casi animal.

Tenía garras. Y no temía usarlas.

Cuando salió, me sorprendí buscándola con la mirada. Esperando verla tomar el ascensor, o fruncir el ceño por haber sido tratada como una simple asistente.

Pero no.

Se alejó con la carpeta en la mano y una seguridad que desafiaba cada una de mis maniobras.

Maldición.

Había olvidado lo adictivo que podía ser jugar con fuego.

Y Mia Donovan era gasolina pura.

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