La lluvia caía sobre la fortaleza como una sinfonía lúgubre, empapando las torres de piedra y los muros cubiertos de musgo. La noche estaba envuelta en una tensión que cortaba el aire. Después del ataque frustrado contra Lorenzo, la calma era apenas un espejismo: algo mucho más oscuro se movía en las sombras.
En el centro del patio, un convoy blindado avanzaba lentamente, escoltado por los hombres de la Roja. Las luces rojas de los vehículos se reflejaban sobre el pavimento húmedo como brasas encendidas. Dentro del principal, entre dos guardias, estaba Isabella. Sus muñecas esposadas temblaban; no por el frío, sino por el miedo. El rostro, antes altivo, ahora mostraba un rastro de desesperación.
—¿Dónde la llevamos, capitán? —preguntó Mikko, mirando por el retrovisor.
—Al nivel subterráneo —respondió Iván, con el rostro endurecido—. El señor Volkhov quiere que no quede rastro de esto fuera de la fortaleza.
Isabella tragó saliva.
—No saben lo que están haciendo… —murmuró, con una sonri