El amanecer cayó sobre Milán con una calma que olía a pólvora. La neblina era densa, espesa, como si la ciudad misma quisiera ocultar lo que estaba a punto de ocurrir. En la entrada del almacén abandonado, una docena de vehículos blindados esperaban bajo lonas oscuras. Los hombres se movían en silencio, con miradas afiladas y gestos breves. Nadie hablaba mucho: todos sabían que ese día marcaría el punto de no retorno.
Dante ajustó los guantes de cuero, revisó la carga del arma y se quedó mirando la línea gris del horizonte. Mikhail se acercó, sin su habitual frialdad; había algo más grave en sus ojos, un reconocimiento silencioso entre líderes que sabían que después de esto, las piezas del tablero cambiarían para siempre.
—¿Todo listo? —preguntó Mikhail, con voz grave.
—Sí —respondió Dante sin mirarlo—. Sergey tiene los satélites listos. Mikko está cortando comunicaciones. Iván cubre la ruta de salida. Nadie entra ni sale sin que lo sepamos.
Mikhail asintió.
—Isabella cree que sigue t