El rugido de la explosión aún resonaba en los muros cuando los primeros disparos estremecieron el aire. El eco metálico rebotaba por los pasillos de piedra, mezclándose con el sonido del viento y la lluvia que se colaba por las grietas del techo. La fortaleza, hasta hace unas horas envuelta en una aparente calma, se había convertido en un campo de guerra.
Mikhail Volkhov descendía las escaleras con paso firme, seguido de Dante, Mikko y un grupo de soldados armados. El humo se alzaba como un manto gris, impregnando el aire con el olor a pólvora y metal caliente.
—¡Sellad las puertas del ala norte! —ordenó Mikhail, su voz grave dominando el caos—. Nadie entra ni sale sin mi autorización.
—¡Señor, los detectores térmicos marcan tres focos principales! —gritó Serguei desde la radio—. Uno en el subnivel, otro en el pasillo de la armería y el tercero… en los tejados.
Dante frunció el ceño.
—Van a intentar dividirnos.
Mikhail asintió.
—Entonces que lo intenten. —Se giró hacia Mikko—. Tú y tu