El lujoso despacho de Salvatore era una prisión de oro. Los muebles de caoba pulida y la vista panorámica de la ciudad no lograban disimular la atmósfera opresiva que reinaba en el lugar. Han pasado días desde la traición y la supuesta muerte de Dante, pero la victoria de Salvatore no sabía a nada. Su hermano no estaba muerto, lo sabía. No había un cuerpo, no había un funeral, solo un silencio ominoso que lo atormentaba.
Salvatore estaba sentado en su escritorio, con un vaso de whisky en la mano. La impaciencia se había convertido en su sombra. Estaba acostumbrado a tomar lo que quería, a que la gente se arrodillara ante él. Pero Dante no se había arrodillado. Su hermano era como un fantasma, una amenaza silenciosa que lo acechaba en cada esquina.
—¿Alguna noticia? —preguntó, su voz era un gruñido.
Un hombre alto y musculoso, con una cicatriz en la ceja, se acercó al escritorio. Era su mano derecha, un hombre leal, pero cobarde.
—No, Zhar —dijo el hombre, con la cabeza gacha—. No