El silencio en la caravana era pesado, cargado con el peso de la audacia de Serena. Dante, inmovilizado en la cama, la miró, su mandíbula apretada por la frustración de la impotencia. La luz tenue de la cabina resaltaba el sudor frío en su frente. Su cuerpo, envuelto en vendas, era una prisión de dolor que lo obligaba a ser un espectador en su propia guerra.
—No irás —dijo él, su voz, aunque un susurro, era una orden, el último vestigio de la autoridad del Zhar.
Serena se rio, una risa fría y amarga que llenó el espacio. Se acercó a él, se inclinó y lo miró a los ojos, una mezcla de desdén y comprensión en su mirada.
—¿No iré? ¿Y tú, qué harás? ¿Ir en muletas? No te puedes mover, Dante. Apenas puedes mantenerte en pie, y un paso en falso te abriría las heridas. Serás una carga, una debilidad que Salvatore no tardará en explotar.
Las palabras de Serena eran como cuchillos, y Dante, por primera vez, sintió el amargo sabor de la verdad. Ella tenía razón. Estaba roto, un Zhar sin trono, s