La puerta se cerró detrás de Isabella como si el eco mismo cargara un presagio. La joven permanecía frente a Mikhail e Iván, temblando tanto que sus dedos parecían hojas agitadas por un viento invisible. No quedaba rastro de arrogancia, ni del disfraz de espía arrepentida, ni de la mujer que se ocultaba tras medias verdades.
Solo miedo.
Miedo puro.
Mikhail cruzó los brazos.
Iván sacó una silla y la empujó hacia ella.
—Siéntate —ordenó, sin suavidad.
Isabella obedeció.
El aire en la sala era tan denso que costaba respirar. Los monitores parpadeaban, llenos de mapas, registros, códigos cifrados. Pero ninguno de esos datos tenía tanto peso como las palabras que ella aún no decía.
Mikhail inclinó ligeramente la cabeza.
—Habla.
Isabella tragó saliva.
—Lo que omití antes… no fue por protegerme —susurró—. Fue porque tenía miedo de que… de que ustedes no me creyeran.
—Empieza por el principio —gruñó Iván.
Ella cerró los ojos y respiró profundo.
—No fue Lorenzo quien me contactó al principio.