El despacho de Corrado Balestra estaba en penumbras. Solo una lámpara antigua iluminaba el escritorio de madera maciza donde descansaban varios documentos. El humo de su cigarro formaba espirales lentas, mezclándose con el silencio pesado de la noche.
Marco entró con paso firme, llevando una carpeta negra bajo el brazo. Se inclinó levemente y colocó el informe frente a su jefe.
—È arrivato, signore. (Ha llegado, señor).
Corrado alzó la vista, sus ojos fríos brillaban como acero. Tomó la carpeta, la abrió con calma y comenzó a leer. Lo primero que encontró fueron fotografías borrosas, tomadas desde la distancia: Isabella, vestida con elegancia, entrando en un club clandestino de Roma. Otra imagen la mostraba hablando con dos hombres que habían servido a Salvatore, hombres que Corrado recordaba como traidores oportunistas.
—Isabella… —murmuró, con un deje de ironía—. La eterna sombra en los juegos de poder.
Siguió pasando páginas. Había reportes detallados de reuniones en bares, almacen