El amanecer encontró a Isabella aún despierta. La mansión estaba en silencio, rota solo por el tictac de un reloj antiguo que parecía burlarse de su insomnio. No había dormido nada, pero su mente trabajaba más rápido que nunca.
Isabella se levantó del sofá, con el cabello revuelto y los ojos inyectados de rabia. Caminó hasta el escritorio de su despacho, abrió un cajón y sacó una libreta negra donde llevaba anotaciones de contactos, números y nombres que había ido recolectando a lo largo de los años. Era su pequeño tesoro, su red secreta.
—Si Salvatore no cumple… —murmuró mientras pasaba las páginas—. Yo crearé mi propio camino.
Tomó su teléfono y empezó a marcar números que no usaba desde hacía tiempo. Exmilitares, contrabandistas, hombres que alguna vez trabajaron con su familia y que habían quedado a la deriva después de las guerras internas en la mafia. Muchos contestaron con sorpresa, otros con frialdad. Pero todos escucharon.
—Soy Isabella —decía ella con voz suave, venenosa—. ¿