La fortaleza ya no era solo un refugio. Con cada día que pasaba se transformaba en un campo de disciplina y preparación. El eco de los pasos resonaba en los pasillos, el peso de las armas se sentía en cada entrenamiento y la tensión se respiraba en el aire como una tormenta que aún no estallaba.
El gran salón, acondicionado ahora como gimnasio y zona de combate, estaba lleno de hombres sudando bajo la presión de sus rutinas. Pesas improvisadas, sacos de arena, maniquíes de madera y un cuadrilátero improvisado en el centro eran testigos de la brutalidad que se desataba entre ellos.
Dante, con el torso descubierto y las manos vendadas, estaba en el centro del círculo, enfrentando a dos de sus hombres al mismo tiempo. Su estilo era feroz, calculado, cada golpe una lección, cada bloqueo un castigo. La sangre en el labio de uno de ellos no detuvo el combate; al contrario, lo encendió más.
—¡Vamos! —rugió Dante—. Afuera nadie tendrá compasión de ustedes, así que no la esperen de mí.
El choq