Salvatore golpeó la mesa con furia, haciendo que las copas de vino temblaran ante los inversionistas reunidos. El humo de los puros llenaba la sala, pero no lograba ocultar el hedor a desesperación.
—¡Ya les dije que Dante no podrá sostenerse mucho tiempo! —gruñó, con la mandíbula apretada—. Recuperaremos lo perdido, y con intereses.
Los inversionistas, hombres fríos y calculadores, lo observaban con desconfianza.
—Lo que vemos —intervino uno de ellos, con voz pausada— es que tus almacenes fueron vaciados, tus hombres caen como moscas y tus cuentas se ven… debilitadas. ¿Cómo pretendes garantizar nuestras inversiones?
Salvatore tragó veneno en silencio. Sabía que Dante había golpeado donde más dolía: armas, dinero y orgullo. Y ahora, la lealtad de estos hombres se tambaleaba.
—Dante es un perro rabioso —dijo, obligando a mantener la compostura—. Se esconde, ataca en la oscuridad… pero no resistirá cuando lo aplaste con mi ejército.
Los inversionistas se miraron entre sí. No respondiero