La copa de cristal se hizo añicos contra la pared. El vino tinto corrió como sangre sobre el suelo de mármol, pero Salvatore apenas lo notó. Estaba furioso, con la mandíbula apretada y los ojos encendidos como brasas.
—¡Los sacaron de mis manos! —gruñó, golpeando la mesa con tal fuerza que uno de los candelabros cayó de lado—. Alguien se atrevió a rescatar a esos dos inútiles… ¡y yo quiero saber quién!
El silencio de la habitación era pesado. Ningún guardia se atrevía a respirar más fuerte de lo necesario. Todos sabían que cuando Salvatore entraba en ese estado, lo más prudente era desaparecer de su vista.
Con pasos pesados, se dejó caer en uno de los sillones de cuero. Apoyó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos con un esfuerzo por contener la rabia. Pero no lo logró. La imagen de Mikko e Iván escapando lo carcomía. La traición flotaba en el aire, y él, un hombre acostumbrado a tenerlo todo bajo control, sentía que el suelo se resquebrajaba.
Encendió un puro, tratando de ahoga