El sol apenas se insinuaba por entre los edificios cuando Salvatore golpeó la mesa de la oficina con tanta fuerza que el eco retumbó como un disparo. Frente a él, tres de sus hombres lo observaban en silencio, temerosos de que una palabra equivocada los condenara.
—Quiero respuestas, no excusas —gruñó, con la voz ronca por haber pasado la noche sin dormir—. Alguien sacó a Iván y a Mikko de mis manos. Y no fue un ejército… fue una sola persona.
Sus ojos, oscuros y brillantes, se clavaron en el más joven de los hombres. Éste tragó saliva, sudando frío bajo esa mirada que parecía atravesar hueso y alma.
—Mi señor… las cámaras de la zona muestran una silueta. No pudimos obtener el rostro. —Hizo una pausa, sabiendo que lo que venía podía costarle caro—. Pero es claro que… era una mujer.
El silencio que siguió fue sepulcral. La mandíbula de Salvatore se tensó, y un músculo de su cuello palpitó con violencia.
—¿Una mujer? —repitió, con un dejo de burla oscura—. ¿Quieren decirme que una