La mansión de Salvatore estaba envuelta en un silencio pesado, roto solo por el sonido del reloj antiguo que colgaba en el vestíbulo. Las agujas marcaban la medianoche cuando las puertas se abrieron de golpe y dos de sus hombres entraron tambaleándose, ensangrentados, con la ropa destrozada.
—Jefe… —balbuceó uno, cayendo de rodillas—. El almacén… lo perdimos.
Salvatore se levantó lentamente del sillón de cuero donde estaba sentado, un vaso de whisky aún en la mano. Sus ojos, fríos como hielo, se clavaron en los dos hombres. La calma en su rostro era más aterradora que cualquier grito.
—¿Qué dijiste? —preguntó con voz grave, casi un murmullo.
El otro guardia, temblando, apenas pudo hablar:
—Dante… él y los suyos entraron anoche. Se llevaron armas, dinero… y… prendieron fuego a todo.
El vaso estalló en mil pedazos contra la pared. El whisky se mezcló con los fragmentos de vidrio como si fuera sangre. Salvatore apretó los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
—¿Y ustedes? —gr