La mesa del búnker estaba cubierta de mapas arrugados, fotografías aéreas y apuntes hechos a mano. La luz amarillenta de la lámpara colgante proyectaba sombras largas sobre los rostros de los hombres reunidos alrededor. Dante, de pie al frente, sostenía un cigarro apagado entre los dedos. Sus ojos, duros como acero, recorrían cada detalle.
—El almacén del puerto —dijo al fin, su voz grave cortando el silencio—. Ahí Salvatore guarda armas, municiones, cargamentos de contrabando. Es su segunda sangre. Si lo tocamos ahí, lo obligaremos a sangrar.
Mikko sonrió con la ferocidad de un lobo.
—Perfecto. Lo haremos temblar.
Iván, más calculador, asintió apenas.
—El problema son los guardias. No es solo un depósito: es una fortaleza.
Dante dejó el cigarro sobre la mesa y señaló los puntos marcados en el mapa.
—No lo haremos de frente. Entraremos desde aquí, por la zona de carga trasera. Serena, necesito que mantengas comunicación con los que se queden en el búnker. Si algo sale mal, alguien deb