El búnker estaba en silencio. Solo se oían los pasos de Dante resonando contra el suelo de concreto mientras avanzaba hacia la habitación donde tenían encerrados a los dos rehenes. La puerta de hierro oxidado crujió al abrirse, dejando ver a los hombres atados a sillas, con la ropa sucia de polvo y sudor. Sus rostros estaban desencajados entre miedo y cansancio.
Serena observaba desde un rincón, su mirada firme, pero con esa chispa de inquietud que sentía cada vez que Dante se sumergía en su faceta más oscura.
Dante se inclinó hacia ellos, encendiendo un cigarro y dejando que el humo cubriera el aire. Su voz salió baja, tranquila, casi suave.
—Ustedes trabajan para Salvatore. Lo defienden. Mueren por él. ¿Pero saben algo? —dejó escapar una risa sin humor—. Yo no necesito que mueran… necesito que hablen.
Uno de los hombres escupió al suelo, murmurando entre dientes:
—Nunca diré nada.
Dante lo miró con calma. Después tomó la silla del otro prisionero y, sin previo aviso, la empujó con