La noche avanzaba silenciosa, dejando en el aire ese frío característico que precede al amanecer. Un par de farolas alumbraban débilmente el frente de la casa de Camila, ahora rodeado de arreglos florales, coronas y sillas desordenadas que los vecinos habían prestado para velar a la joven. La calle permanecía en calma, apenas rota por el murmullo de algunas personas que aún se resistían a retirarse.
Dentro de la casa, Alejandro y Andrés conversaban en voz baja, sentados cerca de una de las ventanas. Ambos tenían los rostros marcados por el cansancio, no sólo físico, sino emocional. La pérdida de Camila era una herida que aún ardía demasiado fresca.
—¿A qué hora es el entierro? —preguntó Andrés, rompiendo el silencio mientras observaba su taza de café casi vacía.
Alejandro levantó lentamente la mirada. Sus ojos estaban enrojecidos por la falta de sueño y las lágrimas reprimidas.
—A primera hora de la mañana… justo después del amanecer —respondió con voz ronca.
En ese instante, el sonid