La habitación estaba en penumbra. Las cortinas permanecían corridas, negando la entrada de la luz matutina. Solo una lámpara de mesa, encendida con un tono cálido y melancólico, rompía con la oscuridad absoluta. En medio de ese espacio cargado de tensión, Margaret caminaba de un lado a otro, con el ceño fruncido y las manos apretadas contra los costados de su falda.
Las palabras de Alejandro aún resonaban en su cabeza como un eco constante, inquebrantable, molesto.
—¿Cómo se atreve? —susurró con voz temblorosa, aunque su mirada ardía de furia—. ¿Cómo se atreve a decirme que me va a internar en un manicomio?
Apretó los labios con fuerza y detuvo su paso para mirarse en el espejo del tocador. Su rostro, aunque hermoso, mostraba señales de un desgaste emocional evidente: ojeras marcadas, labios resecos y una expresión que rozaba la desesperación.
—¿Por qué, Alejandro? ¿Qué es lo que sabes? ¿Por qué estás actuando así conmigo? —soltó, alzando ligeramente la voz.
Se alejó del espejo con vi