Thomas, un talentoso, pero temperamental jugador de rugby ve su carrera tambalearse tras un incidente en pleno partido que lo lleva a ser sancionado por conducta antideportiva. Como parte de su castigo, es obligado a realizar trabajo comunitario. Allí conoce a Sophia, una voluntaria que dedica su tiempo a leer cuentos a los pacientes que están alojados en diferentes hospicios. Sophia, con su calidez y amor por las historias, comienza a desarmar las barreras emocionales de Thomas. Sin embargo, Gabriel, un jugador carismático y rival de Thomas, también siente una fuerte atracción por ella. Entre la intensidad de Thomas y el encanto de Gabriel, Sophia se ve atrapada en un triángulo amoroso que pondrá a prueba sus emociones y desvelará las verdaderas personalidades de ambos hombres.
Leer másLa taza de té humeaba sobre la mesita baja, pero Sophia no la tocaba.Desde su rincón favorito de la sala, veía a Gabriel caminar por su departamento como si fuera suyo: se deslizaba entre los muebles, inspeccionaba los lomos de los libros en las estanterías, abría sin pedir permiso pequeños cofres donde ella guardaba recuerdos.Su mano grande y firme pasó por las encuadernaciones gastadas de las novelas, deteniéndose a veces en algún título como si ponderara su valor.Sophia se mordió el interior de la mejilla. Antes, aquella familiaridad le había parecido encantadora.Ahora, algo en su interior se tensaba, como la cuerda de un violín afinada demasiado alto.—Tienes muy buen gusto para los clásicos —dijo Gabriel, sin volverse a mirarla—. Aunque deberías organizar mejor tu biblioteca.Sonrió como quien hace una broma inofensiva, pero el comentario se deslizó por la piel de Sophia como un alfiler frío.—Me gusta así —respondió ella, acomodándose en el sillón, como si el simple acto de
La caja estaba allí cuando Sophia volvió del supermercado, apoyada con una delicadeza casi ritual frente a la puerta de su departamento.El envoltorio era sobrio: papel madera, cuerda fina, sin etiqueta visible. Sólo un pequeño sobre blanco adherido en la parte superior, con su nombre escrito a mano y el remitente.Sophia abrió la puerta usando el codo, abrazada a las bolsas de compra. Rex se acercó moviendo la cola, saltando con su única pata trasera y masticando su pelota. Observando como su cuidadora dejaba las bolsas en el suelo y recogía la caja, seguía esperando la caricia de bienvenida. Sophia sintió el peso compacto y denso de aquel paquete tan misterioso, como si dentro hubiera algo mucho más importante que un simple presente.Unas rápidas palmaditas en la cabeza de su mascota y depositó la caja en el sofá.Se sentó en el mueble, y fue desatando el hilo con cuidado mientras en su cabeza se arremolinaban las preguntas. El papel crujió como hojas secas en otoño.Dentro, acomoda
La luz de la tarde entraba rasgando los ventanales del pequeño departamento de Magdalena Ortiz. El polvo flotaba en el aire como un ejército de partículas brillantes, suspendidas entre el calor de un café olvidado y la pantalla abierta de su laptop.Magdalena estaba encorvada sobre el teclado, una mano sosteniéndose la frente, la otra haciendo scroll mecánicamente. Un titular sensacionalista llamó su atención:"La nueva pareja del Arcángel del rugby: Gabriel Torr y Sophia Milstein".Frunció el ceño.Sophia Milstein.Ese nombre, esa cara, no encajaban con lo que recordaba del tipo.Amplió la foto: Gabriel y Sophia caminando juntos, él sonriendo a las cámaras, ella con una expresión medida, diplomática. Como quien acompaña por obligación más que por devoción.—Vaya, vaya... —murmuró Magdalena, acercándose más a la pantalla.No era solo sorpresa. Era también una punzada de desconfianza. Algo que había intentado archivar en su memoria años atrás.El cruce con Gabriel había sido breve, per
La casa de los padres de John olía a comida recién hecha, a piso encerado y a domingos de toda la vida. En el comedor, la mesa estaba servida con una precisión que solo su madre podía lograr: servilletas bien dobladas, pan cortado en rodajas parejas, vasos de vidrio grueso y el infaltable centro de mesa con flores artificiales que ya nadie cuestionaba.Sophia estaba sentada al lado de él, removiendo distraída una porción de ensalada que no había tocado en serio. Tenía el pelo recogido de forma práctica, sin esfuerzo aparente, y una blusa azul que no parecía elegida con intención, sino al pasar. A ratos, sonreía por cortesía. Pero no estaba ahí. No del todo.John la observó con el rabillo del ojo mientras su madre hablaba del nuevo vecino y su padre se quejaba del precio del aceite de oliva. Años atrás, Sophia habría discutido ambos temas. Ahora apenas asentía.—¿Cómo estas con Gabriel, hija? —preguntó la madre, cortando la conversación sobre las góndolas del supermercado—. Vi en las n
El aroma del curry inundaba el apartamento del capitán, mezclándose con el vapor del arroz y la música suave que Gabriel había puesto desde su celular. Algo instrumental, sin letra, casi imperceptible. La cocina se sentía cálida, como si perteneciera a otro mundo. A uno donde las cosas funcionaban sin sobresaltos, sin noticias urgentes, sin rugby, sin cartas escondidas ni decisiones irreversibles.—Tienes una forma de cortar las cebollas que me perturba —dijo Sophia, observando cómo Gabriel las despedazaba más que picarlas.—¿Perturbar en el buen sentido o en el de “este tipo me da miedo con un cuchillo”? —bromeó él.—Un poco de ambas.Gabriel rio. Tenía una risa que llenaba el ambiente, como si las paredes se estiraran para dejarle espacio. Sophia sonrió, aunque no del todo. Había aprendido a encontrar cierta calma en esos momentos, en las tardes que no exigían grandes respuestas ni le hacían preguntas incómodas. Solo era sábado. Solo estaban cocinando.Y, sin embargo, algo pesaba.E
El sonido de la cafetera llenó el departamento con su gorgoteo reconfortante. Sophia apoyó los codos sobre la mesada de la cocina, con el celular en una mano y la taza todavía vacía en la otra. Afuera, la mañana tenía un gris lavado, de esos que no invitan ni a salir ni a quedarse. Un clima suspendido, como ella.Rex bostezó desde su rincón, estirando las patas con dignidad canina antes de dejarse caer nuevamente en su cama redonda. En la radio del comedor sonaba algo instrumental, suave, sin letra. Sophia ya había perdido la costumbre de llenar el aire con palabras.Abrió su red social favorita casi por inercia, sin buscar nada en particular. La aplicación se actualizó y lo primero que apareció fue una foto del evento del fin de semana: la alfombra roja, un grupo de invitados conocidos, luces y copas de espumante. Ella misma, de espaldas, con el vestido de Alfosina y el cabello recogido. A su lado, Gabriel, en su traje negro de solapas satinadas, sonriendo con la exactitud de alguien
El clic de la cerradura sonó más fuerte de lo habitual. Sophia giró la llave con una lentitud que no respondía al cansancio, sino a algo más difícil de nombrar. El eco suave del pasillo desapareció tras la puerta y el departamento, con su aire moderno y ordenado, la recibió en silencio. Un silencio que, por primera vez en la noche, no le molestó.Gabriel entró tras ella con paso firme, sin pedir permiso. Dejó su saco cuidadosamente doblado sobre el respaldo del sillón y caminó hacia la cocina como si fuera suya. Abrió la heladera. Cerró. Tomó una copa del estante, revisó la botella de vino en la barra, la evaluó con un gesto contenido.—No está mal para cerrar la noche —comentó con tono neutro, como quien aprueba un detalle sin mucha importancia.Sophia se quitó los zapatos junto a la puerta, con el cuerpo aun vibrando de conversaciones, luces cálidas y sonrisas impostadas. Caminó descalza hasta el baño pequeño, se lavó las manos con agua tibia. Cuando volvió, Gabriel estaba sentado e
El salón principal estaba bañado en una luz ámbar que hacía que todo —desde las copas hasta las sonrisas— pareciera más caro de lo que realmente era. Los arreglos florales, las bandejas con aperitivos mínimos, la música de cuerdas que se deslizaba por los rincones como un perfume caro: todo había sido pensado para impresionar sin alardes. Justo como a él le gustaba.Gabriel entró al evento con una sonrisa pulida y una leve presión en la espalda de Sophia, guiándola con naturalidad entre el gentío. Su presencia, como siempre, era medida. Eficiente. Ella lo acompañaba a paso firme, vestida con ese satén terracota que él mismo había aprobado explícitamente cuando Alfonsina se lo mostró a Sophia por mensaje dos días antes. Lo había observado en detalle, incluso en el perchero: era elegante, pero no llamativo. Sensual, pero sin provocación directa. El tipo de vestido que hacía que los demás pensaran en buen gusto, en alguien “bien”, en alguien que sabía ubicarse.Y eso era exactamente lo q
Mientras Gabriel seguía con su verborragia, la mente de Sophia regresó en el tiempo, unas horas antes del evento que acababan de dejar.El vestido le quedaba bien. Pero no era suyo.Sophia lo sabía desde el momento en que Alfonsina abrió el perchero portátil que llevaba en el baúl de su auto como quien despliega un arsenal para una misión secreta. «Este te va a estilizar muchísimo, y es comodísimo», había dicho, levantando una prenda de tela satén color terracota que brillaba como si guardara calor. «Usalo con esos tacos nude que tenés. Y ponete aros largos, te afinan el cuello.»Sophia se dejó llevar. Porque Alfonsina siempre tenía razón en cuestiones estéticas. Porque no tenía ganas de pensar. Y porque sabía que, en el fondo, disfrazarse de otra la ayudaba a no sentirse tan expuesta. Ya lo había hecho en Halloween con Thomas.Estaba frente al espejo, en su cuarto, midiéndose desde distintos ángulos. El vestido se ajustaba en la cintura con un nudo simple y caía en una línea recta ha