Alejandro le pasó un brazo por los hombros a Irma y el atrajo hacia él con suavidad, como un escudo silencioso, como un refugio en el que ambos parecían encontrar algo de paz, aunque ninguno de los dos lo dijera en voz alta. Irma apoyó la cabeza en su hombro, y él le acarició el cabello con ternura, como si esa noche todo pudiera detenerse, como si ese instante los resguardara de las tormentas.
Ella no dejaba de mirarlo, como buscando respuestas en sus ojos.
— ¿De qué hablas con mi padre? —preguntó, intentando sonar casual, pero con un dejo de ansiedad que no pudo disimular.
Alejandro levantó una mano y, con un gesto juguetón, le tocó la punta de la nariz con el dedo índice.
—Ya te dije —respondió con una sonrisa leve—. Cosas de hombres. Pero si no me crees… estamos mal entonces. Porque yo nunca te diría una mentira.
Las palabras calarón hondo. Irma tragó horrible, sintiendo que el corazón le latía con fuerza descontrolada. Porque sí… ella sí le estaba mintiendo. Le ocultaba la verdad