La fiesta continuaba en la mansión de Álvaro Gutiérrez, aunque el ambiente había cambiado. Algunos invitados comenzaban a despedirse, otros se movían entre copas de champán y conversaciones forzadas, ajenos al huracán que se avecinaba.
Dentro de la amplia oficina privada de Álvaro, la tensión era distinta. Él y Margaret aún discutían en voz baja, lejos del bullicio. Margaret sostenía una copa entre los dedos, pero no la había probado. Sus ojos recorrían la habitación con inquietud.
—No deberías provocarlo —le decía Álvaro, molesto—. Sabías que Alejandro podía reaccionar así.
—Yo no provoqué nada —replicó Margaret con frialdad—. Solo respondí. No iba a permitir que me acusara como si fuera una cualquiera.
Álvaro se masajeó las sienes. El cansancio emocional lo estaba alcanzando. Estaba a punto de hablar cuando las puertas de la oficina se abrieron de par en par con un estruendo.
— ¿Se puede saber qué haces aquí con esta mujer?
Ambos giraron bruscamente.
Era Verónica, la esposa de Álvar