El aire en la habitación era espeso, cargado de un silencio eléctrico que me atravesaba los nervios. Greco, con los ojos turbios por el alcohol y la codicia, sonreía como un lobo que cree tener atrapada a su presa. Lo dejé creerlo. Jugué mi papel con una precisión que me revolvía las entrañas.
—¿Qué esperas, preciosa? —murmuró, su respiración áspera chocando contra mi cuello mientras intentaba besarme.
Me aparté con una risa fingida, ligera, como si de verdad lo estuviera seduciendo. Por dentro sentía náuseas, un deseo ardiente de gritar, de arrancarme la piel con tal de no sentir sus manos sobre mí. Pero no lo hice. Me limité a empujarlo suavemente hacia la cama, a deslizarme sobre su torso como si fuera un juego.
Su cuerpo cayó contra las sábanas, sus brazos extendidos, confiado, con esa soberbia que siempre lo acompañaba. Yo me incliné sobre él, mis labios a escasos centímetros de los suyos. El cuchillo descansaba firme debajo de la almohada, oculto de manera que mi mano pudiera al